Por Pablo Jofre Leal
Hermoso país es
Colombia, dotado de una diversidad de su naturaleza que maravilla en sus
distintos territorios: en la costa, en el llano, la selva y la montaña. Rico en
recursos naturales, con una gente amable y alegre y que sin embargo sufre el
dolor y las consecuencias de una profunda crisis política y social.
Una crisis que
significa muerte, dolor, desplazados, millones de refugiados, el asesinato de
líderes sindicales, gremiales, maestros, contingentes de la guerrilla acogidos
a un plan de paz estéril, sin éxito, que ha hecho repensar a miles de
excombatientes que han sido engañados. Un país donde el narcotráfico está
enquistado en todas las estructuras del Estado y define campañas políticas, el
rumbo de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos, que sumerge a esta
democracia en un sistema imaginario de derechos y deberes.
Influencia Malsana
Un país que tiene hoy
al expresidente y actual senador, Álvaro Uribe, acusado de corrupción pero que
seguramente, en el transcurso de la investigación saldrá a relucir otra serie
de acusaciones que se conocen, que vienen de años anteriores, como el de estar
vinculado al narcotráfico y al mundo paramilitar. Una Colombia que por su
conducta con vecinos y sobre todo por el sometimiento a las políticas estadounidenses
ha sido calificada como “la Israel de Latinoamérica”, lo que no resulta ningún
tipo de halago cuando la referencia es la entidad sionista, culpable de
colonizar, ocupar territorio palestino y cometer crímenes de guerra y de lesa
humanidad.
Colombia y su
democracia excluyen a amplios sectores de la población, privilegia el poder del
dinero, los vínculos con la oligarquía, el poder del narcotráfico, la
influencia paramilitar. Un modelo de democracia que alienta la subordinación
humillante y la pérdida de soberanía ante las órdenes de Washington, que
redobla sus presiones contra los políticos y gobiernos colombianos si acaso
pretenden mostrar un dejo de autonomía. Una democracia restringida, prisionera
de sus propias debilidades, una democracia imaginada y hasta ahora nunca
concretada en lograr la defensa de los derechos humanos de su población en
aspectos básicos: tierra para millones de campesinos, educación, seguridad para
sus habitantes, que permita el expresarse y no morir en el intento. Derecho a
permanecer en sus lugares de origen y no ser desplazados. Derecho al retorno
para millones de colombianos, que son desplazados internos o han tenido que
huir del país, ya sea por razones políticas y/o económicas.
Colombia no es una
democracia, es un remedo de ella, gobernada por el ultraderechista presidente
Iván Duque, representante de una casta política conservadora en lo político,
ultraliberal en lo económico, dependiente, en su política exterior,
de aquello signado desde Washington. Colombia es un país cuyo Gobierno
suele servir de punta de lanza de todas las experimentaciones norteamericanas
en materia de contrainsurgencia, aparente lucha contra el narcotráfico,
formación de cuerpos policiales y represivos del continente y cabeza de playa
de la política de presión ejercida por Washington contra Venezuela, que ha
facilitado en forma infame su territorio para incursiones armadas contra su
vecino.
El Gobierno colombiano
es títere obediente y disciplinado si hay que formar grupos, como el derechista
Grupo de Lima, destinado a desestabilizar a gobiernos de la región o acercar
posiciones con el régimen sionista en su expansión a Latinoamérica. No es
casual que la Policía chilena, por ejemplo, forme sus cuadros operativos
destinado a la lucha contra el pueblo mapuche, precisamente en Colombia (el
denominado Comando Jungla) que a su vez tiene en su seno a asesores israelíes,
que se han formado en la represión y exterminio de la población palestina en
los territorios ocupados. Un “cuadro pedagógico de lujo”.
Colombia, con lo
mencionado anteriormente y con un escenario social hipermilitarizado, permite
entender el por qué su Policía es considerada una de las más letales. Un país
donde las masacres están a la orden del día y donde ninguna de ellas ha
merecido una reunión del Grupo de Lima o la denuncia del secretario general de
Organización de Estados Americanos (OEA) Luis Almagro, menos aún del Consejo de
Seguridad de la ONU para pedir explicaciones a los gobiernos colombianos,
responsables de la seguridad de sus ciudadanos. No hay sanciones contra Duque,
ni embargos, ni llamados a bloqueos. La ONU en el año 2019 contabilizó 36
masacres con un número de muertos cercano a los 500. Este año 2020, en estos
ocho meses ya se han contabilizado 43 masacres y el número de asesinados
supera los 250. El Gobierno de Duque, ante el uso del concepto de masacre se
indigna, minimiza los hechos, se queda en la formalidad del uso del lenguaje,
pero no se conmueve y paraliza toda decisión de encontrar a los verdaderos
responsables, por la muerte diaria de sus habitantes.
Iván Duque señaló que
no se puede hablar de masacres, calificando la muerte de decenas de líderes
sociales, sindicales, campesinos, exguerrilleros, entre otros, como “homicidios
colectivos”. Para los opositores y críticos del Gobierno de Duque, lo absurdo e
irracional de sus palabras y la situación que se vive en el país en materia,
sobre todo de asesinatos, tiene un elemento fundamental de análisis: las
promesas incumplidas del llamado Acuerdo de Paz firmado entre el Gobierno del
expresidente Juan Manuel Santos con la guerrilla de las desmovilizadas, parte
importante de ella, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sumado
a la impunidad de la que gozan las bandas paramilitares y la profunda
corrupción que invade al Estado, incluyendo a su poder Judicial.
El apoyo de Washington
a los gobiernos derechistas en Colombia ha sido incuestionable, ya sea a través
del llamado Plan Colombia que significó la entrega de al menos siete mil
millones de dólares, entre los años 2000 al 2009 para la lucha, supuestamente
contra las drogas pero que en general se usaron para la lucha contra los grupos
guerrilleros. Un Plan Colombia firmado el año 1999 por los
exmandatarios Andrés Pastrana, de Colombia y Bill Clinton, de Estados
Unidos denominado “Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado” que apoyó
la lucha contra el narcotráfico, operaciones antiguerrilleras y sobre todo,
sentó las bases formativas para miles de soldados y policías, bajo el marco de
las denominadas Fuerzas jungla de diversos países de Latinoamérica: Perú,
Bolivia, Argentina, Uruguay, Honduras, Costa Rica, Chile, Panamá, Brasil,
Argentina, México.
Una operación diseñada
en Estados Unidos e implementada gracias al apoyo de asesores sionistas, con
campos de entrenamiento en Colombia para capacitar en técnicas de control
social y muerte a fuerzas militares y policiales, que ha financiado durante
años el sistema de defensa contra el narcotráfico en Colombia, formando a su
vez a miles de agentes policiales de otros países en América Latina. Un Plan
Colombia que además sirvió de apoyo político a toda prueba, que las
administraciones estadounidenses han tenido, sobre todo con los
expresidentes Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos y el
actual Iván Duque. Todos ellos prestos a llevar adelante las ordenes
de su titiritero y sobre todo, hacer fracasar el proyecto bolivariano impulsado
por su vecino Venezuela, bajo el mandato del fallecido comandante Hugo Chávez
Frías y el actual presidente Nicolás Maduro.
El Plan Colombia fue
creado, al menos en el papel con tres objetivos específicos: generar una
revitalización social y económica, terminar el conflicto armado en Colombia y
crear una estrategia antinarcóticos. En verdad resultó simplemente una pantalla
para cubrir la implantación de fuerzas armadas estadounidenses en Colombia
ocupando siete bases militares que sirvieron para combatir a las fuerzas guerrilleras
(FARC y ELN) y al mismo tiempo servir de control de los procesos políticos y
sociales en Suramérica y El Caribe. En un interesante trabajo publicado el año
2016 se sostuvo que el Plan Colombia fue creado “fundamentalmente para proteger
los intereses de Estados Unidos toda vez que Colombia se ubica en la región
andino-amazónica, de las más ricas del mundo en lo concerniente a diversidad
biológica, fuentes de materia prima de la industria de la ingeniería genética y
la biotecnología que está muy desarrollada en Estados Unidos”.
Colombia ha sido el
perro fiel de Estados Unidos en el proceso desestabilizador de Venezuela, como
también en otros países latinoamericanos, conformando un bloque
pronorteamericano para contrarrestar los planes de unión regional sin la sombra
estadounidense. Colombia es el hijo predilecto de Washington en Latinoamérica
para inventar luchas contra las drogas, que vistas las cifras de aumento en
cultivos, producción, distribución y comercialización son un rotundo fracaso,
convirtiendo a Colombia en el primer país en el mundo en cultivo de hojas de
coca y producción de cocaína teniendo como destino predilecto, precisamente, al
mercado norteamericano, principal consumidor mundial.
El Informe anual (2019)
de la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito (UNODC)
presentado por su director Ejecutivo, Yury Fedotov, señala que el 70 por
ciento de la producción mundial de cocaína se concentra en Colombia. “Con
un aumento debido fundamentalmente al pronunciado incremento de las zonas
productivas dedicadas al cultivo de arbusto de coca. El Acuerdo de Paz firmado
por el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC) contribuyó, según la UNODC a reducir drásticamente la producción de
cocaína en algunas zonas del centro del país, donde los campesinos de algunas
zonas anteriormente controladas por las FARC han abandonado el cultivo. No
obstante, en otras de las zonas anteriormente controladas por las FARC se han
instalado grupos delictivos organizados, que han retomado y ampliado el
cultivo”.
Colombia y su
democracia imaginaria, el poder de su oligarquía, la lejana paz social
perseguida en los fracasados acuerdos de paz. La droga y su poder enquistado en
la estructura del Estado y en sus instituciones. La militarización y violencia
existente, la subordinación a Washington, la política de servilismo, para
llevar adelante las agresiones contra Venezuela y servir de base militar en el
conjunto de su territorio para mercenarios y traidores, que luego atacan desde
allí el territorio venezolano y sirven de centro de espionaje para el resto de
los países suramericanos y del Caribe. Todo ello convierte a Colombia en un
peligro para nuestra región.
Colombia y su ralea
política es hoy un paria, en la idea de convertir a Latinoamérica en una región
soberana. Colombia es el reflejo del sionismo en nuestro continente, cumple el
papel que Washington le asigna a Israel en Asia occidental. Colombia y sus
gobiernos han sido entidades sediciosas, dirigidas por una casta que
lleva a este hermoso país a la catástrofe. No puede hablarse de democracia en
un país donde quien es acusado de corrupción, como el expresidente Álvaro
Uribe cumple su sentencia en su Finca “El Ubérrimo” en clara burla a los
miles de presos que se hacinan en las cárceles colombianas, a una sociedad que
comprueba que los poderosos suelen cumplir sus penas eventuales a todo lujo y
como muestra de un sistema judicial corrupto como la acusación que pesa contra
Uribe Vélez, signado con el número de preso 1087985.
Se requiere que el
pueblo colombiano, sus hombres y mujeres, esa población del Pacífico y del
Caribe, de la zona andina y de la Amazonía, de los llanos orientales y de la
región insular. Blancos, mestizos. Afrocolombianos: negros, mulatos,
palenqueros y raizales, indígenas. Todos juntos construyan un país con un
sistema político que los represente, que deje de ser imaginario y cumpla sus
sueños y anhelos.
Cedido por www.segundopaso.es
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