jueves, 27 de agosto de 2020

Colombia y su democracia imaginaria

 



Por Pablo Jofre Leal

Hermoso país es Colombia, dotado de una diversidad de su naturaleza que maravilla en sus distintos territorios: en la costa, en el llano, la selva y la montaña. Rico en recursos naturales, con una gente amable y alegre y que sin embargo sufre el dolor y las consecuencias de una profunda crisis política y social.

Una crisis que significa muerte, dolor, desplazados, millones de refugiados, el asesinato de líderes sindicales, gremiales, maestros, contingentes de la guerrilla acogidos a un plan de paz estéril, sin éxito, que ha hecho repensar a miles de excombatientes que han sido engañados. Un país donde el narcotráfico está enquistado en todas las estructuras del Estado y define campañas políticas, el rumbo de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos, que sumerge a esta democracia en un sistema imaginario de derechos y deberes.

Influencia Malsana

Un país que tiene hoy al expresidente y actual senador, Álvaro Uribe, acusado de corrupción pero que seguramente, en el transcurso de la investigación saldrá a relucir otra serie de acusaciones que se conocen, que vienen de años anteriores, como el de estar vinculado al narcotráfico y al mundo paramilitar. Una Colombia que por su conducta con vecinos y sobre todo por el sometimiento a las políticas estadounidenses ha sido calificada como “la Israel de Latinoamérica”, lo que no resulta ningún tipo de halago cuando la referencia es la entidad sionista, culpable de colonizar, ocupar territorio palestino y cometer crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Colombia y su democracia excluyen a amplios sectores de la población, privilegia el poder del dinero, los vínculos con la oligarquía, el poder del narcotráfico, la influencia paramilitar. Un modelo de democracia que alienta la subordinación humillante y la pérdida de soberanía ante las órdenes de Washington, que redobla sus presiones contra los políticos y gobiernos colombianos si acaso pretenden mostrar un dejo de autonomía. Una democracia restringida, prisionera de sus propias debilidades, una democracia imaginada y hasta ahora nunca concretada en lograr la defensa de los derechos humanos de su población en aspectos básicos: tierra para millones de campesinos, educación, seguridad para sus habitantes, que permita el expresarse y no morir en el intento. Derecho a permanecer en sus lugares de origen y no ser desplazados. Derecho al retorno para millones de colombianos, que son desplazados internos o han tenido que huir del país, ya sea por razones políticas y/o económicas.

Colombia no es una democracia, es un remedo de ella, gobernada por el ultraderechista presidente Iván Duque, representante de una casta política conservadora en lo político, ultraliberal en lo económico, dependiente, en su política exterior, de aquello signado desde Washington. Colombia es un país cuyo Gobierno suele servir de punta de lanza de todas las experimentaciones norteamericanas en materia de contrainsurgencia, aparente lucha contra el narcotráfico, formación de cuerpos policiales y represivos del continente y cabeza de playa de la política de presión ejercida por Washington contra Venezuela, que ha facilitado en forma infame su territorio para incursiones armadas contra su vecino.

El Gobierno colombiano es títere obediente y disciplinado si hay que formar grupos, como el derechista Grupo de Lima, destinado a desestabilizar a gobiernos de la región o acercar posiciones con el régimen sionista en su expansión a Latinoamérica. No es casual que la Policía chilena, por ejemplo, forme sus cuadros operativos destinado a la lucha contra el pueblo mapuche, precisamente en Colombia (el denominado Comando Jungla) que a su vez tiene en su seno a asesores israelíes, que se han formado en la represión y exterminio de la población palestina en los territorios ocupados. Un “cuadro pedagógico de lujo”.

Colombia, con lo mencionado anteriormente y con un escenario social hipermilitarizado, permite entender el por qué su Policía es considerada una de las más letales. Un país donde las masacres están a la orden del día y donde ninguna de ellas ha merecido una reunión del Grupo de Lima o la denuncia del secretario general de Organización de Estados Americanos (OEA) Luis Almagro, menos aún del Consejo de Seguridad de la ONU para pedir explicaciones a los gobiernos colombianos, responsables de la seguridad de sus ciudadanos. No hay sanciones contra Duque, ni embargos, ni llamados a bloqueos. La ONU en el año 2019 contabilizó 36 masacres con un número de muertos cercano a los 500. Este año 2020, en estos ocho meses ya se han contabilizado 43 masacres y el número de asesinados supera los 250. El Gobierno de Duque, ante el uso del concepto de masacre se indigna, minimiza los hechos, se queda en la formalidad del uso del lenguaje, pero no se conmueve y paraliza toda decisión de encontrar a los verdaderos responsables, por la muerte diaria de sus habitantes.

Iván Duque señaló que no se puede hablar de masacres, calificando la muerte de decenas de líderes sociales, sindicales, campesinos, exguerrilleros, entre otros, como “homicidios colectivos”. Para los opositores y críticos del Gobierno de Duque, lo absurdo e irracional de sus palabras y la situación que se vive en el país en materia, sobre todo de asesinatos, tiene un elemento fundamental de análisis: las promesas incumplidas del llamado Acuerdo de Paz firmado entre el Gobierno del expresidente Juan Manuel Santos con la guerrilla de las desmovilizadas, parte importante de ella, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sumado a la impunidad de la que gozan las bandas paramilitares y la profunda corrupción que invade al Estado, incluyendo a su poder Judicial.

El apoyo de Washington a los gobiernos derechistas en Colombia ha sido incuestionable, ya sea a través del llamado Plan Colombia que significó la entrega de al menos siete mil millones de dólares, entre los años 2000 al 2009 para la lucha, supuestamente contra las drogas pero que en general se usaron para la lucha contra los grupos guerrilleros. Un Plan Colombia firmado el año 1999 por los exmandatarios Andrés Pastrana, de Colombia y Bill Clinton, de Estados Unidos denominado “Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado” que apoyó la lucha contra el narcotráfico, operaciones antiguerrilleras y sobre todo, sentó las bases formativas para miles de soldados y policías, bajo el marco de las denominadas Fuerzas jungla de diversos países de Latinoamérica: Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay, Honduras, Costa Rica, Chile, Panamá, Brasil, Argentina, México.

Una operación diseñada en Estados Unidos e implementada gracias al apoyo de asesores sionistas, con campos de entrenamiento en Colombia para capacitar en técnicas de control social y muerte a fuerzas militares y policiales, que ha financiado durante años el sistema de defensa contra el narcotráfico en Colombia, formando a su vez a miles de agentes policiales de otros países en América Latina. Un Plan Colombia que además sirvió de apoyo político a toda prueba, que las administraciones estadounidenses han tenido, sobre todo con los expresidentes Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos y el actual Iván Duque. Todos ellos prestos a llevar adelante las ordenes de su titiritero y sobre todo, hacer fracasar el proyecto bolivariano impulsado por su vecino Venezuela, bajo el mandato del fallecido comandante Hugo Chávez Frías y el actual presidente Nicolás Maduro.

El Plan Colombia fue creado, al menos en el papel con tres objetivos específicos: generar una revitalización social y económica, terminar el conflicto armado en Colombia y crear una estrategia antinarcóticos. En verdad resultó simplemente una pantalla para cubrir la implantación de fuerzas armadas estadounidenses en Colombia ocupando siete bases militares que sirvieron para combatir a las fuerzas guerrilleras (FARC y ELN) y al mismo tiempo servir de control de los procesos políticos y sociales en Suramérica y El Caribe. En un interesante trabajo publicado el año 2016 se sostuvo que el Plan Colombia fue creado “fundamentalmente para proteger los intereses de Estados Unidos toda vez que Colombia se ubica en la región andino-amazónica, de las más ricas del mundo en lo concerniente a diversidad biológica, fuentes de materia prima de la industria de la ingeniería genética y la biotecnología que está muy desarrollada en Estados Unidos”.

Colombia ha sido el perro fiel de Estados Unidos en el proceso desestabilizador de Venezuela, como también en otros países latinoamericanos, conformando un bloque pronorteamericano para contrarrestar los planes de unión regional sin la sombra estadounidense. Colombia es el hijo predilecto de Washington en Latinoamérica para inventar luchas contra las drogas, que vistas las cifras de aumento en cultivos, producción, distribución y comercialización son un rotundo fracaso, convirtiendo a Colombia en el primer país en el mundo en cultivo de hojas de coca y producción de cocaína teniendo como destino predilecto, precisamente, al mercado norteamericano, principal consumidor mundial.

El Informe anual (2019) de la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito (UNODC) presentado por su director Ejecutivo, Yury Fedotov, señala que el 70 por ciento de la producción mundial de cocaína se concentra en Colombia. “Con un aumento debido fundamentalmente al pronunciado incremento de las zonas productivas dedicadas al cultivo de arbusto de coca. El Acuerdo de Paz firmado por el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) contribuyó, según la UNODC a reducir drásticamente la producción de cocaína en algunas zonas del centro del país, donde los campesinos de algunas zonas anteriormente controladas por las FARC han abandonado el cultivo. No obstante, en otras de las zonas anteriormente controladas por las FARC se han instalado grupos delictivos organizados, que han retomado y ampliado el cultivo”.

Colombia y su democracia imaginaria, el poder de su oligarquía, la lejana paz social perseguida en los fracasados acuerdos de paz. La droga y su poder enquistado en la estructura del Estado y en sus instituciones. La militarización y violencia existente, la subordinación a Washington, la política de servilismo, para llevar adelante las agresiones contra Venezuela y servir de base militar en el conjunto de su territorio para mercenarios y traidores, que luego atacan desde allí el territorio venezolano y sirven de centro de espionaje para el resto de los países suramericanos y del Caribe. Todo ello convierte a Colombia en un peligro para nuestra región.

Colombia y su ralea política es hoy un paria, en la idea de convertir a Latinoamérica en una región soberana. Colombia es el reflejo del sionismo en nuestro continente, cumple el papel que Washington le asigna a Israel en Asia occidental. Colombia y sus gobiernos han sido entidades sediciosas,  dirigidas por una casta que lleva a este hermoso país a la catástrofe. No puede hablarse de democracia en un país donde quien es acusado de corrupción, como el expresidente Álvaro Uribe  cumple su sentencia en su Finca “El Ubérrimo” en clara burla a los miles de presos que se hacinan en las cárceles colombianas, a una sociedad que comprueba que los poderosos suelen cumplir sus penas eventuales a todo lujo y como muestra de un sistema judicial corrupto como la acusación que pesa contra Uribe Vélez, signado con el número de preso 1087985.

Se requiere que el pueblo colombiano, sus hombres y mujeres, esa población del Pacífico y del Caribe, de la zona andina y de la Amazonía, de los llanos orientales y de la región insular.  Blancos, mestizos. Afrocolombianos: negros, mulatos, palenqueros y raizales, indígenas. Todos juntos construyan un país con un sistema político que los represente, que deje de ser imaginario y cumpla sus sueños y anhelos.

Cedido por www.segundopaso.es

 

 

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