Las restricciones sanitarias castigan con especial dureza a la niñez.
Por Carolína Vásquez Araya
elquintopatio@gmail.com
La prevalencia
de doctrinas religiosas en los países latinoamericanos, cuya influencia ha sido
estampada hasta en textos constitucionales, constituye un obstáculo
aparentemente infranqueable para uno de los problemas sociales y de salud
pública de mayor impacto en países de población mayoritariamente pobre: el
derecho a la interrupción de embarazos de alto riesgo o producto de
violaciones. Así, las muertes evitables en niñas, adolescentes y mujeres por la
práctica clandestina de este procedimiento terminan siendo resultado de
decisiones políticas destinadas a privar a los menos privilegiados de acceso a
la educación y a servicios básicos, como la máxima expresión de un sistema
patriarcal de dominación y control.
En los
países de nuestro continente, se estima que unos 25 millones de mujeres carecen
de acceso a métodos anticonceptivos; pero la cifra se queda corta al sumar a
quienes, a pesar de tenerlos, no los utilizan por razones religiosas, por
desconocimiento o por imposición de los hombres en su círculo inmediato:
pareja, padre, hermano o alguna autoridad de su comunidad. También se conoce la
tremenda prevalencia de violencia en el ámbito familiar, violaciones sexuales,
incesto y trata de personas, a cuyas víctimas el sistema deja a merced de sus
agresores. Esta amenaza se cierne sobre las mujeres, la niñez y la juventud,
sometidas desde el inicio de su vida a un sistema de estricto control masculino
que les priva de su derecho a una vida sin violencia y acceso a las
oportunidades en igualdad de condiciones.
Para ilustrar
la dimensión del drama humano enfrentado por este sector, baste constatar que
las cifras de embarazos en niñas y adolescentes, de entre 10 y 14 años, en un
solo país y durante los primeros cuatro meses de 2020, ascienden a cerca de mil
500; estas, reportadas por el Observatorio de los Derechos de la Niñez en
Guatemala, Ciprodeni. Sin embargo, Guatemala –al igual como muchos otros países
de América Latina-, carece de un sistema confiable de estadísticas y registro,
ya sea por la ausencia de instituciones del Estado en una buena parte de su
territorio, ya sea porque muchos casos son ocultados por la familia de las
víctimas, por lo cual los datos presentados podrían ser solo una muestra
parcial de esta tragedia.
Estas niñas
agredidas y violadas son, por decisión política, sometidas a la tortura de
llevar su embarazo a término y, adicionalmente, exponerse a perder la vida y,
de sobrevivir, a perder las mínimas oportunidades que el sistema les podría
brindar. Es decir, quedan sujetas a un régimen de absoluta privación de todo
aquello que presta valor a su existencia. La interrupción del embarazo para
estas pequeñas víctimas de un sistema aberrante de poder patriarcal, debería
ser una prioridad en el sistema de salud y también derribar de una vez por
todas los absurdos prejuicios que rodean a esta práctica sanitaria. Del mismo
modo, poner el procedimiento al alcance de quienes lo necesiten ya sean niñas,
adolescentes o adultas, tal y como se brinda en hospitales privados a mujeres
de círculos sociales privilegiados que lo requieren y lo reciben en un ambiente
sanitario adecuado.
La negativa
de esos mismos sectores de privilegio a poner al alcance de las familias la
educación sexual y los métodos para planificar los embarazos, evitando así
tanta muerte innecesaria no responde, por lo tanto, a una postura ética sino a
una política de control y prevalencia de un sistema arcaico de dominación
social, instrumentalizado por medio de doctrinas religiosas y restricción del
acceso a la educación para las grandes mayorías.
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