Por Ilka Oliva Corado
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A dos cosas me acostumbré a buena mañana,
a leer y a ver plantas. No hay rocío de la alborada sin lectura y sin plantas.
La lectura me quedó como un hábito de mis días de infancia vendiendo helados en
el mercado en mi Gran Amor, Ciudad Peronia. Las plantas más que un hábito son
una necesidad, es como una especie de oxígeno, como lo es la tierra. Necesito
tocar la tierra. Decía mi Tatoj al alba: levántense, caminen,
estiren los músculos, respiren el aire fresco del día, no hay nada como eso,
como ver las plantas. Mientras nos acariciaba para
despertarnos. Nosotros, las cuatro crías nos enrollábamos debajo del
poncho y la sábana floreada en la cama de metal con la pata
coja. Las dos mayores nos levantábamos con la espalda mojada del
orín de la noche de los comunes. Tocaba sacar el colchón a orear todo el día.
Hasta el sol de hoy, el alba es la mejor parte del día para mí.
Leí pocos libros en realidad, en el
arrabal no había acceso a estos, si costaba un mundo ajustar para los libros de
texto que los comprábamos usados no digamos para decir de conseguir uno para
una lectura fuera de pensum. Esos lujos eran demasiado caros para nuestras
circunstancias de vida. En el mercado me acostumbré a leer los periódicos y no
porque los comprara, cuando me iba a ofrecerles helados a los vendedores de
otros puestos aprovechaba a preguntarles si me prestaban sus periódicos, ¿qué
edad tendría?, por ahí de 9 o 10 años. Esos vendedores eran de
occidente, indígenas que habían migrado al arrabal y vivían en el sector del
Asentamiento que habían invadido muchas familias recién llegadas de occidente y
de otros arrabales capitalinos. El Asentamiento era un sector de tierrero y
monte que la gente tomó y construyeron ahí sus chozas, hasta que con los años
lograron ser dueños con papeles en mano. La verdadera colonia quedaba arriba de
la parada de buses.
Creo que compraban los periódicos más para
apoyar a “El Colocho”, el voceador de periódicos que para leerlos, porque no se
daban abasto con los puños de gente que rodeaban sus puestos comprando. Qué
días aquellos, tan de tantas ventas para ellos. Hablaban de lugares como
Totonicapán, Sololá, San Marcos, Quetzaltenango. Fue para inicios de la década
del 90, cuando el pinito de la calle Danubio todavía tenía sus ramas rollizas
que daban sombra a docenas de niños que se acercaban a jugar en la lomita donde
estaba frente al bulevar principal, frente a la casa de doña Elsa, la señora
que vendía plátanos en el mercado La Terminal, que decían mis papás que era
oriunda de un lugar de la costa llamado La Empalizada, donde había una playa.
Bueno, en realidad no sé si había nacido ahí o yo con los años me lo he
inventado, pero de que había una historia entre ella y La Empalizada la había.
¿O eran otros los de la historia? A estas alturas y con la chaveta medio
oxidada no lo recuerdo bien. El caso es que doña Elsa vendía plátanos en La
Terminal y cuando yo iba los lunes o los martes a comprar la fruta para hacer
los helados, si me sobraba dinero pasaba comprando una medida de
yuca fresca y ahí la veía con su hijo Rocael. Helen, su hija menor, conocida en
el bajo mundo de los apodos de los básicos como Helendríbiris, estudió conmigo
en el mismo salón, pasados los años Helen ha puesto su propia venta de plátanos
frente al pinito que en la década del 90 cuando los vientos de noviembre
aparecían, sacudían las hojas del árbol que alfombraban la
lomita. Hoy en día se hamaquean las ramas añosas que crujen a la
menor brisa.
“El Colocho” era mil usos como casi todos
en la colonia. Madrugaba al centro para ir a traer los periódicos,
pasaba dejando unos en el mercado y de ahí se iba a repartir los otros en su
bicicleta, o con los años en su moto. A mitad de la mañana ya estaba desocupado
y hacía el trabajo que fuera. “El Colocho” me dejaba fiado un periódico todos
los domingos porque a mí me fascinaba leer la revista cultural de ese día. Lo
recuerdo caminando por el corredor central, con sus periódicos bajo el brazo,
con su colochera despeinada, y ahí pasaba a dejarme fiado el periódico que le
pagaba entre la semana o hasta el siguiente domingo que pasaba a dejarme el
otro. Para ese tiempo yo ganaba cinco centavos por helado, porque mi Nanoj nos
dijo desde el principio que vender helados era nuestro negocio, una especie de
empresa y que debíamos aprender un oficio y también ir a la escuela porque si
de grandes uno no resultaba teníamos el otro. Para ella era muy importante que
desde niñas supiéramos manejar nuestro presupuesto, que contáramos con dinero
propio aunque fuera para comprar un naranja pelada con pepita y sal. Entonces
de esos cinco centavos que ganaba por helado juntaba para pagarle a “El
Colocho” los periódicos fiados.
Gracias a los periódicos que me prestaban
los vendedores del mercado, Martín el de la miscelánea y Domingo, el vendedor de
granos, yo puedo leer de lunes a sábado, sin falta. Y gracias a “El Colocho”
tuve mi propio ejemplar todos los domingos y eso me permitió viajar desde niña,
conocer lugares impresionantes que se agrandaban y se pintaban de distintos
colores con mi imaginación. Era como volar, como parpadear y mágicamente
aparecer en otro lugar de repente, como desaparecer de aquel puesto de helados
momentáneamente o durante largos viajes que duraban lo que se tardaba en llegar
otro comprador a preguntar por los helados. Eran pequeñas lecturas
que se volvían viajes épicos, atemporales. Y siempre empezaba los periódicos de
atrás hacia delante y así me pasa con los libros hasta el día de hoy, primero
los hojeo de atrás hacia delante antes de empezarlos a leer.
Me acostumbré a leer, aunque en aquellos
años no sé si fue como un juego, si fue como un escape, o por qué fue, porque
bien duelen las piernas de estar parada toda la mañana frente a una hielera de
helados y de inventar sonrisas, caer bien, agradar al posible comprador,
utilizar el lenguaje más cordial para invitar al cliente. Prácticamente hacer
piruetas para lograr vender. Actuar, vender en un mercado o ser
vendedor ambulante es actuar, es una especie de arte callejero. Ponernos una
máscara y fingir alegría, bienestar porque nadie quiere comprar a quien está
triste, a quien está llorando, a quien está deprimido, al contrario; pasan de
largo y se van a otro puesto con quien está alegre. Con quien llama a la
alegría, a la frescura, a los colores, con quien tiene un pedazo de fruta
ofreciendo para que prueben el sabor. A quien se atreve a partir un aguacate
cualquiera solo para mostrar que están buenos, arriesgándose a que el comprador
se largue porque no buscaba aguacates o no se le dio la gana comprarlo. ¿Quién
le paga a ese vendedor el aguacate? Será la cena. Somos actores de
primera mano los vendedores de mercado y ambulantes. Vamos al trote.
Necesito leer y ver plantas todas las
mañanas, es mi forma de empezar el día, de mi saludo a la vida. Y por supuesto,
a “El Colocho” , el voceador de periódicos que puso a mi disposición el
horizonte abierto para que aquella niña heladera lo surcara con sus alas de
ronrón.
Claro, esto después de hacer mis
rutinas de estiramiento muscular, porque antes que la lectura y en la alborada
estuvo mi primer amor: el fútbol.
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