Por Ilka Oliva Corado
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Intento abrir la puerta
de la panadería y el viento que está en contra lo hace más difícil pero además
es una puerta antigua, con bisagras antiguas sin mantenimiento que vuelven a la
puerta una fortaleza, cuando por fin lo logro se deja ir con aviada y me da en la
espalda, salgo revirada hacia el frente y apenas logro mantener el equilibro.
La muchacha que está en la caja sonríe y también el señor maestro panadero. A
usted no la quiere la puerta, me dice el maestro panadero, un señor como de
unos 75 años. Cállese, que en la mera espalda me dio la bandida, le digo, a
manera de contestación del saludo.
Busco pan francés,
quiero comer frijoles colados con pan francés, pero el pan francés, francés de
Guatemala lo encuentro solo yendo a la ciudad, al centro, digamos, en los
alrededores solo encuentro panaderías mexicanas, rusas, polacas e indias, por
ahí que logro comprar en el supermercado el baguette francés pero el pan
francés de Guatemala solo que aprenda a hornearlo y así estoy de qué años, que
quiero aprender a hacer pan y nada, la choya no me deja.
En esa panadería hacen
pan mexicano y guatemalteco pero el guatemalteco es solo imitación porque la
forma tiene el pan, pero la harina y su preparación es al estilo mexicano y el
pan tiene el sabor del pan dulce mexicano. Los dueños son de allá de los
porálles, árabes que encontraron en ese sector obrero su mina de oro, tienen
varias panaderías de pan mexicano con trabajadores mexicanos que la gente
piensa que es en realidad una panadería de sus paisanos. Venden hasta piñatas.
Los dueños apenas se asoman para que la gente no los vea, los que dan la cara
son los trabajadores mexicanos.
La tarde está fría,
pronto comenzará a nevar, los días amanecen nublados con capas de hielo fino
sobre la grama y escarcha en los vidrios de los carros. Es otoño y oscurece a
media tarde. Tomo mi canasta y busco los panes franceses, pirujos, a los que
los mexicanos llaman bolillos, mientras los voy echando uno por uno con la
pinza es inevitable escuchar al maestro panadero intentando tener una
conversación con la joven que despacha en la caja, tendrá si mucho unos 20
años, es una niña, apenas le presta atención, tendrá sus pensamientos en otro
lugar además de estar atareada desinfectando el mostrador, las pinzas y las
canastas donde los compradores echan el pan.
El maestro panadero
insiste con gran necesidad, es como si tuviera sed y pidiera agua. Ya con el
pan en mi canasta paso a caja y mientras la joven hace las cuentas yo le
pregunto a él: disculpe que me meta donde no me llaman, pero fue inevitable
escuchar su conversación, ¿a dónde dice que quiere ir a pasar sus vacaciones
cuando se vaya de aquí? El maestro panadero se compone, endereza la postura y
vuelve a recostar un codo sobre el mostrador, imagino que está en su tiempo de
descanso porque tiene puesto el uniforme con todas las medidas de higiene
establecidas por el estado en tiempos del virus.
Tiene el pelo cano, es
delgado, tan delgado que su aspecto no es saludable, pero es que qué obrero
tiene aspecto saludable si se malmata trabajando. Se le nota el cansancio, en
la voz, en el rostro, en su cuerpo. Mire, me dice, cuando me vaya de aquí me
voy a ir a pasear a las playas de México, a todas, me voy a tirar sobre la
arena a broncearme, voy a ir de allá para acá, de norte a sur, de oriente a
occidente y voy a conocer mi país, que no conocí porque me vine directo del
rancho para acá.
¿Cuánto tiempo lleva en
este país? 25 años y 23 en esta panadería. Aquí trabajo en la jornada de la
tarde y salgo a las 11:30 de la noche y me voy al otro trabajo del hotel que
está ahí a la vuelta, pasando la calle y agarra a la izquierda, ¿lo conoce? No.
Bueno, pues ahí hay un hotel y ahí trabajo también de 12 a 6 de la mañana y a
las 8 entro a un restaurante a lavar platos y salgo a las 12. Pero ahorita por
lo del virus no he tenido trabajo en el hotel ni en el restaurante, apenas unas
cuantas horas.
Mire que trabajaba
dormido y por poco me daba diabetes porque me tomaba de esos jugos energéticos,
de esos mire y señala unas bebidas que están en un refrigerador, pero me
detectaron el azúcar a tiempo y dejé de tomarlos, ahora trabajo solo tomando
café pero ya me voy a ir, tengo ahorrados seis mil dólares, ya crié a mis hijos
y con ese dinero me voy a regresar a mi México, para ir a morirme allá pero
antes quiero ir a las playas a comer mariscos. Aquí ya no pienso regresar. Me
voy a ir a dar la gran vida a mi México. No se imagina lo que me costó ahorrar
ese dinerito. Sí, sí lo imagino, ¿y de qué lugar es? De Jalisco, de un rancho a
las afueras, era el puro monte en mis tiempos, pero ya está asfaltado ahora y
uno llega más rápido, dicen que hay hasta autopistas.
Mi bolsa de pan espera,
ya le pagué a la cajera y está entrando más gente a la panadería que no tiene
mucho espacio y con eso de la distancia social, lo más recomendable es que
salga para que ellos puedan comprar a gusto. Me despido de la joven y del
maestro panadero, deseándole suerte en su retorno a su México, que no sé cuándo
será y si será, porque eso de regresar es la ilusión y la esperanza de tantas
personas indocumentadas que, al asomar el alba del nuevo día, es en lo primero
que piensan para lograr escapar momentáneamente de la realidad del aquí el
ahora.
¡Y cómo no con 3
tres turnos al día!
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