No fue el
huracán lo que ha destruido la vida de miles de familias guatemaltecas.
Guatemala
pierde oportunidades por la traición de sus políticos.
Por Carolína
Vásquez Araya
Guatemala
es un país golpeado al extremo de haber perdido toda oportunidad de desarrollo
durante las últimas décadas. Sus gobernantes la han traicionado con
premeditación y alevosía, tal y como se califica un homicidio en primer grado.
El país sangra por sus cuatro costados mientras sus políticos, empresarios y
militares de alto rango se reparten su riqueza con la abierta complicidad de
las organizaciones criminales que hacen su agosto con los negocios más viles.
Secuestro, tráfico de personas –niñas, niños, adolescentes y mujeres como su
principal mercancía- y, por supuesto, el sicariato ante la vista de las fuerzas
del orden.
Resulta
imposible comprender cómo ha sido posible una destrucción de la
institucionalidad en un marco supuestamente democrático y a la vista de la
comunidad internacional. La degradación política ha alcanzado tal nivel como
para colocar a Guatemala como el peor de los ejemplos de la región, solo por
encima de Haití en algunos de sus indicadores más importantes de desarrollo
humano. Su presidente –si es que aún puede ostentar ese título- no es más que
un monigote puesto en el sillón de mando para proteger los intereses de una
casta empresarial depredadora y venal. La corrupción de su gobierno, como la de
sus antecesores, es de récord mundial. Quizá apenas superada por algunas
repúblicas africanas del siglo pasado.
Castigada
por un sistema neoliberal impuesto desde Estados Unidos y transformado por la
pirámide criolla en una herramienta de enriquecimiento y autoritarismo sin
límites, esta república centroamericana ha perdido a lo largo de las décadas la
gran oportunidad de convertirse en un ejemplo de desarrollo, perdiendo el
control sobre sus innumerables riquezas. Sus gobiernos -supuestamente
democráticos- han transformado la limosna en una práctica corriente para ganar
adeptos durante las campañas electorales y, una vez instalados en el poder, han
reducido hasta el límite de lo posible la inversión pública, abandonando al
país a una destrucción segura de su infraestructura con fines de privatización.
Por eso las
tragedias que azotan a Guatemala cada año cobran miles de víctimas. Porque a su
gente le han robado hasta la esperanza. La destrucción del hábitat por la
ausencia de políticas de Estado para la conservación de los ecosistemas es una
de las causas de graves deslaves, inundaciones y destrucción de puentes y
caminos. Mientras los empresarios roban ríos y destrozan carreteras sin asumir
responsabilidad alguna, las comunidades ven con impotencia cómo se van
reduciendo sus posibilidades de supervivencia. Hoy, el inquilino del palacio de
gobierno, quien en menos de un año ha quedado en evidencia como la peor lacra
que ha pasado por el despacho presidencial, pretende elevarse como un dictador
negando de manera constante toda responsabilidad en el deterioro acelerado de
la vida de sus conciudadanos.
Ni siquiera
el Covid ha superado el nivel de amenaza vital que significa el actual
gobierno. Este se ha declarado explícitamente incapaz para manejar no solo la
gestión pública, sino también la pandemia, y ahora amplía los alcances de su
incapacidad para decir que no puede socorrer a las víctimas de Eta, mientras la
población se moviliza como puede para ayudar a quienes lo han perdido todo.
Indudablemente algo muy malo pasa cuando una nación resulta impotente para
recuperar la integridad de sus instituciones y se deja gobernar por una casta
político-empresarial con tal nivel de miopía e incompetencia.
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