Una pandemia es capaz de abrir los rincones más oscuros de nuestra naturaleza
Por
Carolína Vásquez Araya
En
estos días de cuarentena, es imperioso volver la mirada hacia nuevos
horizontes. Comenzar desde una postura debidamente informada para comprender la
dimensión real del problema y no sacar conclusiones extraídas desde una visión
generalmente distorsionada por el miedo, el fanatismo y la superstición. En
ello incide todo un marco cultural que nos aleja del raciocinio para dejarnos a
merced de los temores y así, de ese modo, terminamos por perder la perspectiva.
Un encierro obligado por las circunstancias podría permitirnos, en primer
lugar, reordenar las prioridades y evaluar hasta qué punto dependemos de los
demás. Es decir, traernos de regreso hacia un contexto comunitario, abandonando
el individualismo creado a partir del egoísmo endémico de nuestros sistemas
sociales y políticos.
Uno
de los efectos impactantes de la pandemia es cómo se nos ha reducido el
planeta. Hoy echamos una mirada desconfiada hacia continentes lejanos y
cerramos fronteras locales y personales para evitar contagiarnos de sus mismas
dolorosas experiencias. Sin embargo, en el fondo sabemos que, a pesar de todo,
este minúsculo virus ha venido a exponer las debilidades de nuestro ser y de
nuestro entorno y, muy especialmente, las aberraciones del nudo
político-económico que nos impone un apartheid prefabricado, mediante el cual
un pequeño segmento de la sociedad lo posee todo, mientras el resto debe ver
cómo sobrevive a sus carencias. Esta excepcional calamidad sanitaria también ha
evidenciado, entre otros efectos, el daño enorme provocado por nuestros hábitos
y costumbres en el mundo natural del cual dependemos.
La
convivencia obligada de estas semanas no solo representa la única herramienta
sensata para achatar la curva de la pandemia y no colapsar del todo los ya
frágiles sistemas de salud pública, sino también deja en carne viva los
desencuentros y las amenazas dentro del entorno familiar. En el mundo real,
pocas son las ocasiones en donde todos los miembros de una familia deban
permanecer en un mismo sitio durante mucho tiempo, sin otra opción. Esto, visto
desde afuera, puede parecer una excelente oportunidad para compartir intereses
y fomentar la unión, pero en muchos casos –demasiados, sin duda- constituye un
riesgo para millones de mujeres, niñas y niños víctimas de una relación de violencia,
a quienes la cuarentena coloca a merced de su agresor sin posibilidad de
escapar.
Además
de ello, al convertirse en Covid19 en el tema único de medios de comunicación,
círculos sociales y plataformas institucionales, resulta extremadamente
sensible a la manipulación y a la desinformación, dado que esta amenaza
sanitaria es aún desconocida para las masas y motivo de preocupación para los
científicos. En el entorno latinoamericano se ha podido observar la abundancia
de comentarios en redes sociales como un espejo en donde se refleja una
maravillosa solidaridad humana, pero también la profunda división expresada en
mensajes de odio, discriminación y desprecio por quienes no piensan del mismo
modo o pertenecen a un segmento diferente de la sociedad. Por ello, es preciso
comprender que el peligro es otro. No es el virus que pasará por nuestro
organismo y quizá solo deje un recuerdo amargo o la pérdida de un ser querido,
sino esa combinación de creencias, supersticiones y fanatismo; ese odio por el
otro; esa desconfianza capaz de provocar una respuesta agresiva ante una
situación que escapa de nuestro control. Es una lección dura, pero el
aprendizaje podría hacernos mejores seres humanos.
En
estos días, la visión de nuestro futuro ha cambiado de golpe.
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