Por Carolína Vásquez Araya
Durante los recientes días, se ha trazado una
línea entre el antes y el después; ese cruce sin duda definirá el futuro.
El mundo ha enfrentado pandemias a todo lo largo
de su historia, pero nunca con tal abundancia de información –falsa o real- y
en condiciones tan precarias para millones de seres humanos. Los escenarios
varían de manera dramática entre países desarrollados y vastas regiones en
donde reinan la desigualdad y la más absoluta miseria. Para los países de
nuestro continente, la dura prueba podría derivar en una toma de conciencia
sobre la urgente necesidad de dar un golpe de timón en las políticas públicas,
especialmente en el ámbito de la salud, educación, vivienda y alimentación; en
caso contrario, las consecuencias podrían desembocar en una mayor
profundización de las condiciones de pobreza y falta de oportunidades para las
grandes mayorías, peores aún que las actuales.
Entre los segmentos más sensibles a este desafío
sanitario están los grupos históricamente vulnerables: población indígena-campesina;
migrantes; cinturones urbanos de asentamientos precarios privados de servicios
públicos (agua, manejo de desechos, carencia de atención sanitaria, violencia);
comunidades en extrema pobreza; mujeres y un fuerte porcentaje de la niñez en
condiciones de desnutrición crónica y/o aguda. La atención prioritaria a estos
grupos, sin embargo, depende de decisiones dictadas por sectores de interés
económico, ampliamente conocidos por su posición antagónica con respecto a las
políticas de beneficio social.
Si existe algo positivo en la actual pandemia
provocada por el nuevo virus, es la inevitable certeza de que ante ese peligro
somos todos igualmente vulnerables y esos rangos intocables de estatus social y
económico se difuminan frente a una amenaza que golpea sin excepciones. Los
sistemas políticos diseñados en función del empoderamiento de pequeños círculos
de poder son, por lo tanto, una de las torres del tablero que recibirán los
golpes más contundentes. Esto, porque de no iniciarse una transformación de fondo
hacia sistemas más justos, con Estados más fuertes y con mejoras significativas
en los servicios públicos, será imposible remontar hacia la recuperación
económica, ya duramente golpeada por medidas extremas que tienen al mundo
prácticamente paralizado.
En este receso obligado, es de enorme importancia
actuar con responsabilidad frente a sí mismos, a la familia y a la comunidad.
Tomar en serio y acatar las disposiciones decretadas por las autoridades
sanitarias no solo garantiza la seguridad personal, sino trasciende hacia
quienes nos rodean. El impacto provocado por la paralización de actividades
normales tendrá repercusiones imprevistas en la interacción entre personas y es
una oportunidad valiosa para revisar actitudes y reparar relaciones. Entre estas
acciones debería ser imperativa una reflexión sobre la necesidad de establecer
parámetros más estrictos en la protección integral de la niñez, uno de los
grupos más sensibles a cualquier crisis.
En países con profundas desigualdades, como
sucede en la mayoría de las naciones latinoamericanas, hoy se mostrarán con
crudeza todas las debilidades endémicas presentes en los marcos políticos
instaurados para beneficio de unos pocos. Por lo tanto, la revisión de estos
sistemas no deberá posponerse porque, de hacerlo, se pondrá en riesgo la
supervivencia de millones de habitantes. Dadas las circunstancias, las
autoridades deben enfocarse en el estudio de políticas públicas adecuadas para
enfrentar un escenario cargado de amenazas y transformarlas en vehículos propicios
para generar cambios y, por ende, nuevas oportunidades de desarrollo para toda
la población.
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