La desigualdad y el abuso de poder han condenado a nuestros pueblos a la miseria.
Por Carolina Vásquez Araya
Tan
preocupados estamos por la amenaza sanitaria del coronavirus, que hemos
olvidado la verdadera amenaza de nuestro entorno: mayor pobreza, menor acceso a
los servicios básicos, aumento de la violencia en todas sus formas y la más
cruel de ellas en el incremento sostenido de la desnutrición crónica en la
infancia. Este es el verdadero problema en las naciones del cuarto mundo,
naciones caracterizadas por gobiernos corruptos y el súper poder de sus grupos
económicos cuyas élites han supeditado las decisiones políticas a sus intereses
particulares, apoderándose de los recursos y retorciendo las leyes.
De
acuerdo con los reportes oficiales de organismos internacionales, el virus que
tanto nos asusta llegará más temprano que tarde. Sin embargo, el verdadero panorama
de terror reside no tanto en la potencial pandemia como en la realidad
apocalíptica del hambre, las carencias y los sistemas de salud ineficientes,
sin recursos, manipulados por delincuentes tan poderosos como las
multinacionales del sector farmacéutico, que trafican sin el menor reparo con
sus influencias con el único objetivo de sacar el mayor provecho posible de las
necesidades de los pueblos. En esa tónica, presionan a los gobiernos por medio
de pactos comerciales interesados, apoyados como siempre por las instituciones
financieras internacionales y los países más poderosos.
Los
pueblos del hemisferio Sur se encuentran, por lo tanto, mucho más expuestos a
un ataque de este virus que aquellos países premunidos de sistemas de salud
pública capaces de enfrentar con mayor éxito una situación de emergencia como
la que se experimenta en la actualidad. Solo basta echar una mirada alrededor y
constatar la miseria de nuestros hospitales y centros de salud urbanos y
rurales, en donde ni siquiera se cuenta con los recursos mínimos como equipo
quirúrgico, medicinas, mobiliario y, muchas veces, incluso sin personal
capacitado para atender adecuadamente las situaciones de emergencia.
El
temor generalizado –y razonable- ante la entrada del Covid-19 nos coloca ante una
situación sumamente compleja y potencialmente caótica, toda vez que nuestras
naciones están sujetas a decisiones dictadas por intereses sectarios y no
responden a políticas públicas elaboradas a partir de un análisis objetivo y
serio de las necesidades de nuestros pueblos. Los gobiernos del continente
latinoamericano, en su abrumadora mayoría, no solo son incapaces de elevarse
por encima de intereses espurios, sino se han convertido en voceros y
sirvientes dóciles de las corporaciones y las élites económicas actuando a
espaldas de la ciudadanía y, como obvia consecuencia, condenándola a la más
profunda e injusta de las miserias.
Hasta
donde se ha podido observar, las autoridades de nuestros países se han limitado
a contener la ola informativa llamando a la calma y buscando la colaboración de
los medios de comunicación para frenar el pánico. Sin embargo, falta aún ver
cómo harán para reparar el daño provocado por décadas de corrupción y abandono
de la infraestructura sanitaria; por siglos de violencia contra los más pobres
y por la marginación a la cual han condenado a los sectores más vulnerables
como la niñez, la juventud y las mujeres. Si algo positivo se extrae de esta
amenaza sanitaria, es su capacidad de poner en evidencia la estulticia y falta
de humanidad de quienes están supuestos a gobernar dentro de un marco de ética
y valores, así como la valentía de quienes quizá den el golpe de timón para
poner atención, por fin, a las necesidades de sus pueblos.
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