Por Carolína Vásquez Araya
Desconcierto es el término exacto para definir la atmósfera en la
cual se hunde el mundo conocido para transformarse de golpe en una oscura
repartición de culpas. El diminuto elemento que ha dejado en evidencia la
pobreza de las políticas públicas, la ambición de ciertos grupos de poder y la
cobardía de la mayoría de gobernantes, también despojó de velos a nuestras
sociedades disfuncionales. Obligados por el miedo a un encierro voluntario o
forzoso, nos encontramos a merced de decisiones en las cuales no solo no
creemos, sino además nos huelen a traición y nos hacen desconfiar de nuestros
pares.
El momento actual no podría ser más propicio para cerrar candados y
limitar así libertades ciudadanas; las medidas restrictivas han logrado
mantener aislados a grupos contestatarios, pero también han brindado
oportunidades a otros mucho más agresivos y peligrosos, cuyo poder para
transformar las democracias en dictaduras es facilitado por la paranoia
generalizada y la parálisis ciudadana. Aprovechando este paréntesis de silencio
político, no faltan las maniobras para utilizar la pandemia como mecanismo cuyo
objetivo es asfixiar toda protesta y militarizar, casi sin oposición, ciudades
y países víctimas del saqueo y la corrupción.
En estas circunstancias, aun cuando creemos con plena convicción
haber alcanzado cierto nivel de conocimiento sobre el mal que se cierne sobre
los pueblos –y sobre nosotros mismos- debemos reaccionar y comprender la dimensión
del fenómeno que nos ataca, el cual no es solo un virus sino todo un tinglado
diseñado en función de extraviarnos en un laberinto de rutas sin salida. De un
modo perverso, grupos de poder se esfuerzan por desorientar a las grandes
mayorías y, tal como si fueran un rebaño de ovejas, llevarlas directo hacia el
reducto que les conviene y anular toda posibilidad de participación en las
decisiones.
De ese modo, no solo dirigen el dedo acusador hacia quienes resultan
ser las víctimas, sino también convierten en una potencial amenaza a los
eslabones más débiles -política y económicamente hablando- de la cadena social
y culpan por el caos a los trabajadores, los adultos mayores, las mujeres y los
niños. Estas maniobras tienen como objetivo desestructurar a las sociedades y
lanzar a unos contra otros en un ambiente de desconfianza y violencia que
asemeja un retorno al medioevo. La manera cruel y deshumanizante como se ha
utilizado la penosa situación de la pandemia en algunas ciudades, al extremo de
que ciertos gobiernos usaran imágenes impactantes del drama humano en mensajes
oficiales como ejemplo de lo que no se debe hacer, es un ejemplo claro de
bajeza moral.
La situación de los pueblos latinoamericanos nunca había sido puesta
tan en evidencia como en estas semanas de incertidumbre. Un continente arrasado
por un sistema económico depredador cuyo poder descansa sobre estructuras de
gobierno corrompidas hasta la médula, ha debilitado las funciones de los
Estados al punto de carecer por completo de recursos para garantizar los
derechos ciudadanos estipulados en sus textos constitucionales. De ese tamaño
ha sido la traición de los cuadros políticos pero, más grave aún, la codicia
desatada de sus élites económicas y de los grandes consorcios internacionales.
La evidencia de nuestros males sociales nos ha dejado al desnudo,
frente a nosotros mismos. Quizá sea la única oportunidad para transformar
sistemas y cerrar filas, pero sobre todo para comprender la dimensión del
peligro que nos acecha: la división y la confrontación entre quienes, al final
del día, hemos sido elegidos por otros como víctimas propiciatorias.
UN VIRUS DESPOJÓ DE VELOS LO MÁS PODRIDO DE NUESTRO SISTEMA.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario