EL DEBILITAMIENTO DE LOS ESTADOS HA PROBADO SER UN AUTÉNTICO SUICIDIO.
Los juegos políticos en época de crisis ponen en riesgo la vida de millones de personas.
Por
Carolína Vásquez
Araya
Que
nos vamos a contagiar, parece ser un hecho ineludible. Que algunos vamos a
morir, también. De hecho, estamos presenciando en primera fila un suceso capaz
de poner en jaque no solo nuestra capacidad de supervivencia, sino también –y
muy importante- nuestra sensibilidad humana, nuestro sentido comunitario y
nuestra forma de afrontar la incertidumbre con respecto al futuro, algo tan
ajeno a nuestras expectativas. La pandemia que ha paralizado al mundo revela
las falencias con relación a la capacidad de la ciencia y la medicina -cuyos
avances no parecen suficientes ante el ataque de un virus desconocido-, sino
también la falta de certeza sobre los mecanismos detrás de decisiones
trascendentales de las cuales depende la vida humana.
Los
sistemas que han regido nuestros países durante más de un siglo –y sus
estructuras de base con un claro carácter colonialista- se distinguen por la
concentración del poder y las restricciones de acceso a la educación para las
grandes mayorías, con el propósito de blindar ese poder y mantener a raya
cualquier intento de democratización y participación popular en los ámbitos
políticos. El neoliberalismo llevó el sistema al extremo, consolidando sus
estructuras al impedir el desarrollo económico de las capas más necesitadas y
convirtiéndolas en un vivero de mano de obra básica sin oportunidades de
progreso, pero muy necesario para asegurarse el incremento de su riqueza.
Los
gobernantes puestos en el poder por las élites, por lo tanto, responden a
consignas dictadas por los intereses corporativos y toman decisiones
consensuadas con sus patrocinadores. Este es el escenario en plena pandemia:
políticos ajenos al bien común con el poder de decidir sobre la vida de
millones de seres humanos, todo ello con base en la preeminencia del sistema
económico. Para esta cúpula, el Covid19 ha sido la panacea. Se acallaron las
protestas, se impuso el miedo y el flujo de los recursos para atender la crisis
sanitaria se modera de acuerdo con estrategias diseñadas a puerta cerrada.
En
síntesis, la vida de los pueblos del tercer mundo –y también de los primeros,
según se puede observar- se encuentra atada a decisiones divorciadas del más
básico concepto humanitario, dependiente de cuánto se podrá evitar la reducción
de los grandes capitales aun cuando para ello deba ponerse en riesgo la vida de
los trabajadores. Como música de fondo, se utiliza el ámbito mediático y el
universo virtual para confundir conceptos, divulgar información inexacta,
incitar al rechazo de grupos vulnerables y plantear escenarios de terror cuyo
impacto provoca una conveniente parálisis social.
Las
relaciones indecentes entre capital y política nunca habían sido tan puestas en
evidencia como en este paréntesis, cuyos límites y extensión son todavía una
incógnita. En esta emergencia sanitaria de proporciones globales, la
destrucción de la infraestructura estatal -con todo lo que ello implica-
programada y perpetrada a espaldas de los pueblos, constituye la prueba
palpable de que el sistema político y económico predominante es, más que una
estrategia capitalista, un auténtico suicidio y sobre todo una amenaza a las
posibilidades de desarrollo de nuestros países.
En
estos días ha quedado a la vista el esqueleto endeble de un sistema depredador,
cuyas falacias caen por su peso ante la evidencia palpable de su incapacidad de
respuesta a una crisis humanitaria. El mundo tiene que cambiar, pero también
nuestra percepción de la realidad. Esta pandemia parece ser parte de una guerra
y, nosotros, simple carne de cañón.
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