viernes, 17 de julio de 2020

NUESTRA EXPERIENCIA: El novio, novio, novio



Por Ilka Oliva Corado
https://cronicasdeunainquilina.com

Para cuando llegué a los 18 años ya me había peleado a trompadas con los patojos de medio Ciudad Peronia, como no podía expresarme verbalmente todo lo solucionaba con golpes. Además una furia como un huracán hervía dentro de mí constantemente que a la menor provocación explotaba. Sumándole un carácter del demonio con un temperamento de yegua salvaje. Estaba siempre en alerta, esperando los golpes a la hora que fuera, donde fuera, caminaba con los puños cerrados todo el tiempo, de hecho, eso fue mermando hasta con los años, recién hará unos cinco que dejé de caminar con las manos empuñadas. 
Con las únicas que podía hablar era con las cabritas que pastoreaba, siempre las he visto como mi familia. Aquí cuando las veo en el campo abierto de las afueras de la ciudad, me dan ganas de salir corriendo a abrazarlas y desde donde estoy les grito emocionada, ¡familia, las amo familia! E instantáneamente un torrente de felicidad me inunda el corazón y me dan ganas de saltar, de hacer piruetas y de reír a carcajadas hasta que me duela el estómago. 
Mis amigos fueron 16, y solo yo de mujer en el grupo. Para ganarme el lugar tuve que agarrarme a trompadas con cada uno porque en la infancia no querían dejarme jugar pelota con ellos en la cuadra porque decían que yo era mujer, entonces los reté a los puñetazos a cada uno hasta que entendieron a trompada limpia que las mujeres también podemos jugar fútbol. Fuimos uña y mugre todos porque a todos nos sonaban el pocillo en la casa, entonces bien tamarindeados nos íbamos a barranquear. 
En las respectivas chicoteadas, unos las teníamos más cardiacas que otros pero nadie hablaba de eso, los golpes recibidos por las mamás, los papás o los abuelos nunca fueron tema de conversación. Lo nuestro era ir a cortar jocotes a la aldea, adentrarnos a los barrancos a buscar absolutamente nada pero era fascinante regresar con el olor a monte, las canillas rayadas cortadas por el zacate o los alambrados y una relajación que nos hacía olvidarnos de todo. Nada como tirarse a dormir la mona en la arada entre el zacate, tocar las hojas de las dormilonas y correr sin parar cuando los dueños de las fincas nos encontraban subidos en los palos de jocotes de los cercos de alambrado. 
Hace unos años entrenando en mis clases de taekwondo me preguntó el máster que en dónde había aprendido a pelear así. ¿Así cómo? Pregunté. Tienes la técnica de la vieja escuela, me dijo. Entonces le conté que crecí con las peleas callejeras. Se mataba de la risa y me dijo que con razón, el estilo de la calle es único y se nota a kilómetros de distancia. No pude cambiar ese estilo para adentrarme en la técnica milenaria del taekwondo. No sirvo para seguir lineamientos, nunca pude participar de una clase completa de aeróbicos y las clases de gimnasia rítmica cuando estudiaba el magisterio de Educación Física fueron un tormento. No puedo bailar salsa siguiendo los pasos de las coreografías marcadas por las normas, bailo como siento la música y ya. Y así soy en todo, tampoco puedo planificar nada porque si planifico nunca lo hago, en cambio si las cosas nacen de forma natural e instantáneamente es el mayor de los placeres.
Para la edad en que todavía repartía trompadas revés y derecho tuve mi primer novio, novio, novio, no agarre, ni prense, ni soque, ni chaspean, ni traído, fue mi novio, novio. Pero primero fuimos amigos dos años, amigos de uña y mugre, pero para llegar a ser uña y mugre el pobre tuvo que armarse de paciencia y ver y tratar de entender mis cambios de ánimo, mis explosiones emocionales, mi carácter del demonio y mi rudeza habitual de yegua salvaje. Con nosotros los papeles estaban intercambiados totalmente. Era 20 años mayor que yo, pero a mí siempre me gustaron las personas mayores así que no lo veía como cosa de otro mundo, no encajo mentalmente con las personas de mi edad.  Literalmente éramos 40 y 20.  Éramos como dos amigos, yo lo veía como otro de mis amigos como los de la infancia, entonces me comportaba con él así como soy: ruda, tosca y desbocada. En cambio él siempre con clase,  me trataba con finura, una finura que yo sentía completamente extraña y que me hacía sentir incómoda hasta que poco a poco fui acostumbrándome a este tipo de trato. 
De distinta clase social, su ropa fina, su loción fina, su forma de hablar con elegancia, su forma de comer y agarrar los cubiertos.  Siempre me gustó eso, era todo un ritual comer con él y yo todo lo contrario porque estaba acostumbrada a comer al trote con el plato en la mano. Así que con él aprendí a comer con cubiertos.  Estaba ahí siempre para mí y poco a poco me fui acostumbrado a su compañía que al principio rechacé como las yeguas al aparejo. Dos años para acá y para allá juntos como buenos amigos, sin nunca tomarnos de la mano, sin nunca vernos fijo a los ojos, sin nunca tener ningún tipo de cercanía de ninguna índole más que la de dos amigos que se quieren mucho. Hasta que un día yo exploté de felicidad por algo que no recuerdo muy bien y saltando de la alegría, lo abracé y le planté un beso en la boca. Eso provocó la desbarrancada…
Ese beso a mí me revolvió las hormonas o me las despertó o revivió no sé qué, que yo solita me prendía en llamas pero ese otro tipo de cercanía vino hasta después y también yo la provoqué. Yo lo trataba de vos y él de tú, y nunca estuvo de acuerdo en que lo tratara de vos porque me decía que él no era otro de mis amigotes que era mi novio. Esa palabra novio yo la sentía tan rara, acostumbrada a andar como cabra sobre los tejados de pronto estaba ahí con un novio que no quería que lo tratara como a mis amigotes. ¿Cómo se trata a los novios? Me pregunté siempre y nunca supe. Para mí él era mi amigo antes que cualquier cosa, lo demás era una extensión, algo que había venido como parte de. 
Yo lo abrazaba sobre el hombro, como a mis amigotes, y él me tomaba así no sé cómo, que metía su brazo entre el mío al costado y yo me sentía como yegua con aparejo. Como que bozal me hubieran puesto. Como si estuviera caminando con tacones.  Y era tan divertido porque fue literalmente así, él se había encontrado con una mujer salvaje en todo el sentido de la palabra y yo con un fifí más delicado que el pétalo de una flor. Y esa relación fue hermosa, fascinante, tan irreal que siempre supe desde el instante en el que le di el primer beso que por maravillosa terminaría pronto. Nada tan extraordinario dura mucho. Así que me desquité con la parte sexual para que según yo me quedara para llevar, algo así como los tamalitos de viaje para Semana Santa. 
Era una pareja en la que la de los ñeques en los brazos era yo, la que caminaba con dos sandías bajo los brazos era yo, todos los papeles intercambiados y éramos felices así. Lo peor de esa relación fueron mis cambios anímicos instantáneos y mi explosión al enojarme, porque como no podía expresar verbalmente todo lo solucionaba con puñetazos. Entonces me enojaba y era apretar los puños y ponerme en alerta retándolo. Cosa que al principio lo tomó por sorpresa, él nunca levantó los brazos y yo era como si estuviera en plena pelea, lanzando las manotadas para acá y para allá, tan de las peleas callejeras, para mí era lo habitual, completamente natural. Que había crecido violentada, recibiendo palo y me expresaba con puñetazos. Nada del otro mundo ni para pegar el grito en el cielo. 
Me decía, Negra, no voy a pelear contigo, cálmate, baja los brazos y buscaba abrazarme y yo era como si espinas tuviera en la piel, furiosa, con todas las palabras anudadas en la garganta si poder pronunciar una sola. Toda mi forma de expresión en ese entonces fueron los puños. Entonces como era de esperarse nunca faltaron las escenas en la calle, como en las telenovelas y las películas. Hasta que un día, pasaron a suceder enfrente la casa de mis papás, yo corriéndolo con las manos empuñadas alrededor del carro. Fue el acabose para mi familia, ponerlos en vergüenza con los vecinos que para ese tiempo ya eran de otro nivel social porque nos habíamos mudado de Ciudad Peronia.  No sé si era esa más la angustia. Solo eso le faltaba a mis papás que además les saliera con que mi novio era 20 años mayor que yo y separado y con hijos. ¿Qué más se podía esperar de la oveja negra de la familia? 
Mi pobre mamá estaba sintiendo un poquito la vergüenza que yo había sentido toda mi vida cuando me chicoteaba y toda la cuadra se daba cuenta. Mi familia quería meter la cabeza entre las piedras para no salir y verle la cara a los vecinos. Pero, me pregunto, ¿qué hubiera pasado de haber sido al revés? ¿De qué hubiera sido el novio corriéndome para pegarme? Lo que es habitual. ¿Qué hubieran dicho los vecinos? ¿Se habrían quedado callados como sucede regularmente con la violencia patriarcal?  El escándalo en este caso es que era una mujer corriendo atrás de un hombre con las manos empuñadas. 
De que visto a distancia hay un sinfín de puntos psicológicos qué tratar en mí a esa edad, sí. Y otros tantos ahora, también como medio mundo. Pero no me da vergüenza porque soy humana y porque así metiendo la pata, empuñando las manos y posteriormente desempuñándolas, sigo desatando estos nudos que van haciendo mi caminar por este mundo de instantes, en este paso terrenal que es efímero. 
Lástima los tamalitos de viaje, aquí no hay para llevar.



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