Por Ilka Oliva Corado
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Para cuando llegué a los 18 años ya me
había peleado a trompadas con los patojos de medio Ciudad Peronia, como no
podía expresarme verbalmente todo lo solucionaba con golpes. Además una furia
como un huracán hervía dentro de mí constantemente que a la menor provocación
explotaba. Sumándole un carácter del demonio con un temperamento de yegua
salvaje. Estaba siempre en alerta, esperando los golpes a la hora que fuera,
donde fuera, caminaba con los puños cerrados todo el tiempo, de hecho, eso fue
mermando hasta con los años, recién hará unos cinco que dejé de caminar con las
manos empuñadas.
Con las únicas que podía hablar era con las
cabritas que pastoreaba, siempre las he visto como mi familia. Aquí cuando las
veo en el campo abierto de las afueras de la ciudad, me dan ganas de salir
corriendo a abrazarlas y desde donde estoy les grito emocionada, ¡familia, las
amo familia! E instantáneamente un torrente de felicidad me inunda el corazón y
me dan ganas de saltar, de hacer piruetas y de reír a carcajadas hasta que me
duela el estómago.
Mis amigos fueron 16, y solo yo de mujer en
el grupo. Para ganarme el lugar tuve que agarrarme a trompadas con cada uno
porque en la infancia no querían dejarme jugar pelota con ellos en la cuadra
porque decían que yo era mujer, entonces los reté a los puñetazos a cada uno
hasta que entendieron a trompada limpia que las mujeres también podemos jugar
fútbol. Fuimos uña y mugre todos porque a todos nos sonaban el pocillo en la
casa, entonces bien tamarindeados nos íbamos a barranquear.
En las respectivas chicoteadas, unos las
teníamos más cardiacas que otros pero nadie hablaba de eso, los golpes
recibidos por las mamás, los papás o los abuelos nunca fueron tema de
conversación. Lo nuestro era ir a cortar jocotes a la aldea, adentrarnos a los
barrancos a buscar absolutamente nada pero era fascinante regresar con el olor
a monte, las canillas rayadas cortadas por el zacate o los alambrados y una
relajación que nos hacía olvidarnos de todo. Nada como tirarse a dormir la mona
en la arada entre el zacate, tocar las hojas de las dormilonas y correr sin
parar cuando los dueños de las fincas nos encontraban subidos en los palos de
jocotes de los cercos de alambrado.
Hace unos años entrenando en mis clases de
taekwondo me preguntó el máster que en dónde había aprendido a pelear así. ¿Así
cómo? Pregunté. Tienes la técnica de la vieja escuela, me dijo. Entonces le
conté que crecí con las peleas callejeras. Se mataba de la risa y me dijo que
con razón, el estilo de la calle es único y se nota a kilómetros de distancia.
No pude cambiar ese estilo para adentrarme en la técnica milenaria del
taekwondo. No sirvo para seguir lineamientos, nunca pude participar de una
clase completa de aeróbicos y las clases de gimnasia rítmica cuando estudiaba
el magisterio de Educación Física fueron un tormento. No puedo bailar salsa
siguiendo los pasos de las coreografías marcadas por las normas, bailo como
siento la música y ya. Y así soy en todo, tampoco puedo planificar nada porque
si planifico nunca lo hago, en cambio si las cosas nacen de forma natural e
instantáneamente es el mayor de los placeres.
Para la edad en que todavía repartía
trompadas revés y derecho tuve mi primer novio, novio, novio, no agarre, ni
prense, ni soque, ni chaspean, ni traído, fue mi novio, novio. Pero primero
fuimos amigos dos años, amigos de uña y mugre, pero para llegar a ser uña y
mugre el pobre tuvo que armarse de paciencia y ver y tratar de entender mis
cambios de ánimo, mis explosiones emocionales, mi carácter del demonio y mi
rudeza habitual de yegua salvaje. Con nosotros los papeles estaban
intercambiados totalmente. Era 20 años mayor que yo, pero a mí siempre me gustaron
las personas mayores así que no lo veía como cosa de otro mundo, no encajo mentalmente
con las personas de mi edad. Literalmente éramos 40 y
20. Éramos como dos amigos, yo lo veía como otro de mis amigos como
los de la infancia, entonces me comportaba con él así como soy: ruda, tosca y
desbocada. En cambio él siempre con clase, me trataba con finura,
una finura que yo sentía completamente extraña y que me hacía sentir incómoda
hasta que poco a poco fui acostumbrándome a este tipo de trato.
De distinta clase social, su ropa fina, su
loción fina, su forma de hablar con elegancia, su forma de comer y agarrar los
cubiertos. Siempre me gustó eso, era todo un ritual comer con él y
yo todo lo contrario porque estaba acostumbrada a comer al trote con el plato
en la mano. Así que con él aprendí a comer con cubiertos. Estaba ahí
siempre para mí y poco a poco me fui acostumbrado a su compañía que al
principio rechacé como las yeguas al aparejo. Dos años para acá y para allá
juntos como buenos amigos, sin nunca tomarnos de la mano, sin nunca vernos fijo
a los ojos, sin nunca tener ningún tipo de cercanía de ninguna índole más que
la de dos amigos que se quieren mucho. Hasta que un día yo exploté de felicidad
por algo que no recuerdo muy bien y saltando de la alegría, lo abracé y le
planté un beso en la boca. Eso provocó la desbarrancada…
Ese beso a mí me revolvió las hormonas o me
las despertó o revivió no sé qué, que yo solita me prendía en llamas pero ese
otro tipo de cercanía vino hasta después y también yo la provoqué. Yo lo
trataba de vos y él de tú, y nunca estuvo de acuerdo en que lo tratara de vos
porque me decía que él no era otro de mis amigotes que era mi novio. Esa
palabra novio yo la sentía tan rara, acostumbrada a andar como cabra sobre los tejados
de pronto estaba ahí con un novio que no quería que lo tratara como a mis
amigotes. ¿Cómo se trata a los novios? Me pregunté siempre y nunca supe. Para
mí él era mi amigo antes que cualquier cosa, lo demás era una extensión, algo
que había venido como parte de.
Yo lo abrazaba sobre el hombro, como a mis
amigotes, y él me tomaba así no sé cómo, que metía su brazo entre el mío al
costado y yo me sentía como yegua con aparejo. Como que bozal me hubieran
puesto. Como si estuviera caminando con tacones. Y era tan divertido
porque fue literalmente así, él se había encontrado con una mujer salvaje en
todo el sentido de la palabra y yo con un fifí más delicado que el pétalo de
una flor. Y esa relación fue hermosa, fascinante, tan irreal que siempre supe
desde el instante en el que le di el primer beso que por maravillosa terminaría
pronto. Nada tan extraordinario dura mucho. Así que me desquité con la parte
sexual para que según yo me quedara para llevar, algo así como los tamalitos de
viaje para Semana Santa.
Era una pareja en la que la de los ñeques
en los brazos era yo, la que caminaba con dos sandías bajo los brazos era yo,
todos los papeles intercambiados y éramos felices así. Lo peor de esa relación
fueron mis cambios anímicos instantáneos y mi explosión al enojarme, porque
como no podía expresar verbalmente todo lo solucionaba con puñetazos. Entonces
me enojaba y era apretar los puños y ponerme en alerta retándolo. Cosa que al
principio lo tomó por sorpresa, él nunca levantó los brazos y yo era como si
estuviera en plena pelea, lanzando las manotadas para acá y para allá, tan de
las peleas callejeras, para mí era lo habitual, completamente natural. Que
había crecido violentada, recibiendo palo y me expresaba con puñetazos. Nada
del otro mundo ni para pegar el grito en el cielo.
Me decía, Negra, no voy a pelear contigo,
cálmate, baja los brazos y buscaba abrazarme y yo era como si espinas tuviera
en la piel, furiosa, con todas las palabras anudadas en la garganta si poder
pronunciar una sola. Toda mi forma de expresión en ese entonces fueron los
puños. Entonces como era de esperarse nunca faltaron las escenas en la calle,
como en las telenovelas y las películas. Hasta que un día, pasaron a suceder
enfrente la casa de mis papás, yo corriéndolo con las manos empuñadas alrededor
del carro. Fue el acabose para mi familia, ponerlos en vergüenza con los
vecinos que para ese tiempo ya eran de otro nivel social porque nos habíamos
mudado de Ciudad Peronia. No sé si era esa más la angustia. Solo eso
le faltaba a mis papás que además les saliera con que mi novio era 20 años
mayor que yo y separado y con hijos. ¿Qué más se podía esperar de la oveja
negra de la familia?
Mi pobre mamá estaba sintiendo un poquito
la vergüenza que yo había sentido toda mi vida cuando me chicoteaba y toda la
cuadra se daba cuenta. Mi familia quería meter la cabeza entre las piedras para
no salir y verle la cara a los vecinos. Pero, me pregunto, ¿qué hubiera pasado
de haber sido al revés? ¿De qué hubiera sido el novio corriéndome para pegarme?
Lo que es habitual. ¿Qué hubieran dicho los vecinos? ¿Se habrían quedado
callados como sucede regularmente con la violencia patriarcal? El
escándalo en este caso es que era una mujer corriendo atrás de un hombre con
las manos empuñadas.
De que visto a distancia hay un sinfín de
puntos psicológicos qué tratar en mí a esa edad, sí. Y otros tantos ahora,
también como medio mundo. Pero no me da vergüenza porque soy humana y porque
así metiendo la pata, empuñando las manos y posteriormente desempuñándolas,
sigo desatando estos nudos que van haciendo mi caminar por este mundo de
instantes, en este paso terrenal que es efímero.
Lástima los tamalitos de viaje, aquí no hay
para llevar.
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