A MEDIDA QUE EL SILENCIO SE IMPONE, NUESTROS DERECHOS RETROCEDEN.
Por elquintopatio@gmail.comhttp://www.carolinavasquezaraya.com
El tiempo transcurre y seguimos sumidos en una total incertidumbre.
El confinamiento impuesto para controlar la peor
pandemia de la historia moderna ha cercenado de tajo nuestras libertades
esenciales, cercándonos con un muro de imposiciones surgidas desde centros de
poder, los mismos que hace apenas unos meses eran objeto de fuertes
manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del planeta. A decir verdad, el
ataque de este virus desconocido y aparentemente indestructible ha venido a
crear un estado de impunidad muy conveniente para aquellos gobiernos que hasta
no hace mucho vacilaban en la cuerda floja. Esto, sin embargo, no es nuevo; las
tragedias y catástrofes, naturales o no, han servido siempre como excusa para
facilitar el acceso a mecanismos extremos de poder político a individuos y
grupos cuyo desempeño, tarde o temprano, les hubiera costado la pérdida de
autoridad.
Nuestra realidad se ha reducido de pronto a
callar y obedecer, no importa cuán desatinadas sean las órdenes superiores
dictadas e impuestas por medio del miedo y la represión. En la mayoría de
nuestros países, a la población se la acorrala y reduce a una obediencia
humillante mediante la fuerza de las armas, con ejércitos patrullando las
calles y policía agrediendo sin compasión a los más pobres, premunidos de una
autoridad capaz de transformar en delito actos tan elementales como la búsqueda
de medios para sobrevivir. De modo inexplicable, el simple hecho de salir de
casa es hoy un acto subversivo merecedor de un castigo ejemplar; y, aún cuando
el confinamiento sea una medida acertada y necesaria para detener la pandemia,
el modo de imponerlo ha significado, en muchos países, la abolición –mediante
la violencia- de derechos garantizados por la Constitución y las leyes.
Callar y obedecer parece ser la consigna del
momento. Por un razonamiento lógico (detener los contagios y evitar la pérdida
de vidas humanas) se mantiene a la ciudadanía incapacitada para disentir y se
la deja a merced del criterio de otros, quienes decidirán su vida y su futuro.
En realidad y fuera de toda lógica, los sectores más poderosos, es decir, esos
“otros” que han atrapado el poder mediante la corrupción y el pillaje, han
logrado el estatus soñado: tener a la sociedad en un puño.
Si hay algo más peligroso que un virus mortal, es
el miedo y la desinformación, capaces de anular la capacidad de las personas
para retomar las riendas de su libertad y decidir sobre su vida. Callar y
obedecer es hoy y ha sido siempre una mordaza amarga impuesta a lo largo de la
historia. Es un precepto capaz de debilitar de golpe las bases de las
democracias incipientes y largamente anheladas por los pueblos
latinoamericanos, tras innumerables golpes de Estado y atentados constantes
contra los derechos humanos, políticos y económicos.
Callar y obedecer es lo que ha incapacitando a
grandes sectores por medio de la explotación y la pobreza, impidiéndoles
acceder al conocimiento y transformando las leyes en instrumentos propicios
para obstaculizar su derecho a la participación ciudadana, activa y consciente.
Callar y obedecer es la anti democracia por excelencia y el virus la impone con
todo su poder letal, amparándose en el miedo a la muerte pero, sobre todo, en
esa sensación de impotencia ante la capacidad de otros para apoderarse de
nuestro destino. El silencio y la obediencia, después de todo, son producto de
esa larga secuencia de abusos a los cuales estamos tan acostumbrados como para
seguir eligiendo a lo peor de la oferta política para administrar nuestro
presente y empeñar, con total descaro, nuestro futuro.
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