Las consecuencias de un
embarazo temprano repercuten por el resto de la vida.
Los derechos de la
niñez continúan como tema pendiente.
Por Carolína Vásquez
Araya
Los embarazos en niñas
y adolescentes –de entre 9 y 18 años- cuyas cifras alarmantes se mantienen al
alza en todos nuestros países, constituyen una de las más graves patologías
sociales y la segunda causa de muerte en ese grupo etario. Dada la visión estrecha
y patriarcal de quienes establecen la pertinencia de las políticas públicas,
así como de sociedades cuyos marcos valóricos manifiestan una fuerte influencia
de doctrinas religiosas, este sector de la población es uno de los más
desatendidos y, por lo tanto, carente de palancas políticas para hacer valer
sus derechos. Una de las principales causas de la vulnerabilidad en la cual se
desarrolla la infancia es la preeminencia de la absoluta autoridad de los
adultos en su entorno y, consecuentemente, la total indefensión de la niñez.
La inmensa mayoría de
mujeres adultas –si no la totalidad- aun cuando muchas intenten negarlo, hemos
sufrido el impacto de un sistema cuyas normas marginan a niñas y mujeres como
si fuera una ley de la naturaleza. Los acosos y agresiones sexuales, tanto
dentro del hogar como en el vecindario, en las calles o en la escuela, han sido
una constante de abrumadora incidencia al punto de transformarse en una especie
de maldición inevitable para esta mitad de la población. De tales agresiones,
una de las más graves consecuencias son los embarazos en una etapa precoz del
desarrollo.
Las instituciones
encargadas de salvaguardar la seguridad de este importante segmento, sin
embargo, han sido incapaces de protegerlas; ya sea por falta de políticas
públicas o, simplemente, nulo interés por la integridad de un sector
caracterizado por su escaso poder de incidencia política. Cautivas en un
sistema que las castiga por su condición de niñas, las condena a embarazos,
partos y maternidades para los cuales no están preparadas física ni
psicológicamente, con riesgo de muerte y el desafío de afrontar una marginación
familiar y social cuyo impacto les causará aislamiento, pobreza, pérdida de
autoestima, patologías físicas y emocionales irreversibles y un sinnúmero de
amenazas contra su normal desarrollo de vida.
A pesar del trabajo de
algunas organizaciones preocupadas por hacer de este sensible tema un motivo de
acción, resulta evidente la ausencia de mecanismos de protección para evitar
los abusos y las consecuencias devastadoras de tales agresiones. Las sociedades
aún son incapaces de captar las dimensiones de su responsabilidad en un
problema de tal trascendencia y se hacen a un lado cuando se plantea la urgente
necesidad de establecer parámetros legales –como el derecho al aborto y a la
oportuna educación sexual y reproductiva- frente a esta terrible pandemia de
embarazos tempranos, todos ellos resultado de violaciones.
Una niña no es un
juguete sexual ni un objeto a disposición de los hombres de su entorno, pero
miles de ellas terminan por perder su inocencia de golpe en una de las formas
más crueles imaginables y sus victimarios –la mayoría de las veces personas “de
confianza”, como padres, hermanos, tíos, pastores y sacerdotes, maestros y
vecinos- las transforman en sus esclavas sexuales bajo amenaza, sin la mínima
posibilidad de defenderse. Es de preguntarse ¿en dónde están las instancias
supuestas a protegerlas? ¿En dónde la justicia, los sistemas de educación y
salud, en dónde sus familias? El drama persiste y las cifras aumentan a diario;
las niñas desaparecen en redes de trata o sus cadáveres son desechados como
basura en cualquier barranco, sin que a la sociedad eso le sea motivo
suficiente para reaccionar.
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