Por
Fernán Medrano
Es
posible que muchos terminen creyendo que el Che fue un ser sagrado. No estoy
hablando solamente de los vecinos de La Higuera y Valle Grande, quienes lo
adoran [2] como a un santo más, sino también de los habitantes de otros lugares
de nuestra América Latina.
No
tiene nada de extraño que al Che se lo llegue a juzgar como a un individuo
bendito, un internacionalista y libertador de la gente pisoteada, porque fue
hombre transparente, un caballero por excelencia, cuyas cualidades eran
cristalinas.
Un
maestro de escuela me explicaba que el Che era muy espiritual, un místico, a
quien le fue revelado su destino. Fue asimismo un purificador de su pensamiento
y de la plenitud de su vida. No se marginó con la verdad revelada; no se la
metió al bolsillo; no la monetizó, ni tampoco fue a venderla y a venderse al
mejor postor burgués, sino que fue a exponerla, probarla y cocinarla al calor
de las miles de batallas de las ideas que libró.
De
todas las batallas, salió eternamente victorioso, sonriente y feliz.
Tampoco
tiene nada de raro que se llegue a tener la fe de que el Che es el ícono divino
que fundó al hombre nuevo. Él mismo era un hombre nuevo, un hombre muy
evolucionado para su tiempo.
Leyó
todos los signos de su tiempo. Los interpretó como el que más. A continuación,
asumió el deber que le imponía la historia conforme a su inteligencia, que era
una inteligencia fuera de serie.
El
Che era en sí mismo una revolución. El ritmo de sus pasos de hombre gigante era
prácticamente difícil de igualar. Su comportamiento desborda la imaginación. La
magnitud de su vida merece ser analizada a fondo. El Che es una institución
viva.
El
Che fue un soldado de las ideas. Su pensamiento estuvo perfectamente acorde con
su actuar. Cuando decía que iba a hacer algo o a emprender una acción, era
porque ya estaba a punto de terminar el proyecto o la empresa a la que se
consagraba su esfuerzo.
El
suyo fue y ha sido un ejemplo difícil de emular y probablemente imposible de
superar, como dijo Fidel tras conocer su caída en combaten [3]. El Che fue un
intelectual de tremendo calibre. No se marginó. La capacidad de su reflexión
honda la probó en la práctica.
Demostró
en carne propia la armonía y la interrelación de su tesis liberadora con la
verdad de los hechos. No utilizó a nadie como conejillo de indias.
El
rigor de su proceder, la exactitud de su actuar y de su método sirvieron para
que la propia realidad demostrara la objetividad y la verdad de su grado de
conciencia social, incluso la belleza de su existencia, porque vivió su vida
como una obra de arte.
El
Che entendió que la única manera de resolver los problemas de su época era
haciendo lo que hizo: realizó el ejercicio de comprobar en primera persona la
veracidad de su análisis, planteamientos y soluciones. Esa era su estatura
moral e intelectual; un intelectual honrado, de verdad.
Se
hizo médico de profesión. Su amor por la humanidad servía como medicina, como
cura para sanar a los leprosos, los envilecidos, despreciados y enfermos que
encontraba a su paso por este mundo; por eso gusto de pensar que ejerció su
carrera hasta el último día de su existencia.
Del
mismo modo, consiguió el nivel máximo del conocimiento, de acuerdo con el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española; fue un sabio por
excelencia y por experiencia.
Vivió.
Un ser prudente hasta donde era dable. Usó la prudencia, pero no abusó de ella.
Tuvo coherencia y cohesión en su método de proceder. Concibió la caridad
burguesa como hipocresía y mecanismo para engañar al pueblo: sirven para
humillarlo aún más.
Supo
que la falta de conciencia social y la cobardía no permiten la evolución de la
humanidad ni de la sociedad.
El
Che dominó su mente, su cuerpo y su sentir hasta suavizar su propio dolor y
volverse indiferente con respecto a su estado de salud. Nunca padeció de
autocompasión ni de autolástima. No pedía nada a cambio para él. No pedía nada
para él, porque el Che es un hombre que vino del futuro.
[1]
Frei Betto. 1985. Fidel y la religión.
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