Por Antonio Bracinha Vieira
El hombre morfológicamente moderno, especie que
el naturalista Carl von Linné (siglo XVIII), en un asomo de benevolencia,
denominó Homo sapiens, apareció en África hace cerca de 300.000 años.
Provino de una especie de hombre arcaico, H. erectus, también de origen
africano, y se formó a partir de un “cuello de botella genético”, o sea, de una
reducida población fundadora, lo que implicó una dotación genética (el llamado
pool genético) bastante homogénea.
Originariamente, por lo tanto, somos todos
africanos, y fue en la fase africana anterior a las migraciones hacia afuera de
África que se desarrolló el hombre conductualmente moderno, inventor de la
ingeniosa cultura leptolítica (de pequeñas herramientas) que le permitió éxitos
incalculables en la relación con el medio ambiente. En cuanto a los mitos,
ascienden, ciertamente, al origen del lenguaje verbal, articulado,
comportamiento en evolución probablemente desde hace dos millones de años,
perfeccionado por fases a través de sucesivas especies del género Homo, por vía
de la selección natural.
Hace más o menos 100.000 años, poblaciones de H.
sapiens salieron de su continente de origen -como ya había sucedido con el H.
erectus- y poblaron la casi totalidad de los otros continentes (con excepción
del Nuevo Mundo, donde la llegada de humanos fue tardía, y es todavía objeto de
debate), substituyendo poco a poco a las poblaciones de otras especies del
género Homo que en ellas habitaban. Pero el aislamiento de las poblaciones de
la nueva especie nunca fue completo, y siempre hubo una orla de mestizaje en la
periferia de los continentes. Los humanos son seres migratorios por excelencia,
y la historia de las paleomigraciones todavía está en gran parte por hacer.
Por este conjunto de motivos –cuello de botella
genético fundador, escaso tiempo evolutivo (en términos de evolución 300.000
años es un tiempo mínimo), cruces intercontinentales- nuestra especie
permaneció bastante uniforme, sin formación de subespecies, variedades o
razas. Así, la noción de “razas humanas” perdió en la ciencia todo valor
operacional, y nos queda distinguir y subdividir las poblaciones actuales en
base o a grupos étnicos, o en grupos lingüísticos. Aun así, un pequeño número
de genes que regulan ciertos trazos físicos, tales como la estatura, el grado
de melanina de la piel, en enroscamiento de los cabellos, el recorte de los
párpados y la nariz, confiere diferente apariencia física a los humanos
actuales.
La humanidad no se divide en blancos y
negros. Quien viaja del Africa ecuatorial a Escandinavia, o de Sudán
rumbo a Siberia, encontrara un gradiente de coloraciones, con todos los matices
intermedios. La cantidad de melanina en la piel varía con el ángulo de
incidencia de los rayos solares, y tiene fuerte valor adaptativo. Un congolés
en Finlandia no recibirá suficiente sol para mantener la calcificación de sus
huesos, y un finlandés en el Congo se arriesga a enfermar con melanoma.
Las diferencias de fenotipo indicadas son
pretexto para las ideas racistas, que constituye una forma de manipulación de
la realidad al servicio de las ideologías. La ciencia de la evolución del
hombre (hoy llamada Paleoantropología) dio caución a diversos modelos racistas
desde el final del siglo XIX. Pero a partir de los años 1970 los datos
condujeran a un modelo que invalida el concepto de raza para la especie humana
(válido para designar fenotipos estables en animales domésticos, obtenidos por
selección artificial). La biología molecular y un conjunto de disciplinas de
varias áreas confirman, en convergencia, el buen fundamento de la nueva
perspectiva.
Las ciencias de la naturaleza siempre fueron, y
lo son tal vez más que nunca, blanco de apropiaciones y falsificaciones por
parte de las ideologías, que alcanzan su máximo en la medida en que nos
aproximamos de los temas predilectos: el origen del hombre y su posición en el
universo. Ahora bien, mientras el racismo clásico postula niveles diversos de
capacidad intelectual entre los pueblos, la xenofobia admite capacidades
equiparables, pero declara incompatibles los comportamientos sociales.
Son las variaciones físicas en conjunto con las
diferencias culturales (creencias, prácticas, prohibiciones, normas de
convivencia) las que llevan a las actitudes de extrañeza y rechazo del
otro. Posiblemente no se encuentra sociedad humana exenta de pensamiento
xenófobo: nuestros dioses son mejores que los vuestros, nuestros hábitos son
preferibles a los vuestros, nuestra lengua es más perfecta, nuestro país es más
legítimo, etc. –humano demasiado humano- y todavía producto del preconcepto. A
falta de otro criterio, hace tiempo definí al H. sapiens como el único primate
que se guía por el preconcepto. Esto viene del uso del leguaje, que nos despega
de la naturaleza (en la cual permanecemos) como si tuviéramos un destino
privilegiado.
En cuanto a la idea de que el “hombre blanco”
–entidad indefinible, pura abstracción- dispone de cualquier ventaja nativa
para pensar o actuar, es errónea, sino irrisoria, y proviene de un olvido de la
historia. Durante milenios el gran debate civilizacional de las ideas en el
área de Europa se dio en las márgenes del Mediterráneo, entre hombres de piel
pigmentada (egipcios, griegos, persas, fenicios, romanos, hebreos). Los humanos
de color pálido eran denominados “hiperbóreos” por los griegos de los grandes
siglos. ¿Qué pensarían Solón, Tales, Parménides, Protágoras, Anaxágoras,
Tucídides o Platón, si les dijesen que esos “bárbaros hiperbóreos” eran los más
dotados entre los humanos?
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