Por: David
Harvey
Es
posible que cuando salgamos de los tormentos infligidos por COVID-19, nos
encontremos con un panorama político en el que la reforma del capitalismo esté
presente.
Incluso
antes de que el virus atacara habían algunos indicios que proponían una
mutación. Los líderes empresariales que se reunieron en Davos, por ejemplo,
oyeron algunas voces que les alertaban que debían reducir la obsesión por los
beneficios y el descuido por los impactos sociales y medioambientales que
produce el capitalismo. Se les aconsejó que se protegieran ante la
creciente irritación pública en alguna forma de «ecocapitalismo» o “capitalismo
con conciencia”.
Tras
cuarenta años de políticas neoliberales, con la embestida del virus se ha
puesto en evidencia el lamentable estado de la salud pública. La
austeridad aplicada a todo lo que no sean gastos militares o subsidios a las
grandes corporaciones (aunque sean inmensamente ricas) ha dejado un
sabor amargo y un creciente malestar entre la ciudadanía. Por el
contrario, las adopción de medidas por parte del estado para hacer frente a la
pandemia producido cierta esperanza entre la gente.
El
gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, ha dicho recientemente que cuando
salgamos de la actual crisis “no sólo se requerirá reimaginar del horizonte
económico, social y político, sino que también deberemos reconciliar el interés
del pueblo con el poder político”. Para los que hemos vivido la pesadilla
provocada por el virus en Nueva York esta declaración que implica la
intervención del Estado parece lógica.
Desafortunadamente
la salida de la crisis que propone Cuomo va en otro sentido. El gobernador
demócrata decidió que para “reimaginar” la economía y las relaciones
sociales era necesario reclutar a selecto un club de multimillonarios
integrado por Michael Bloomberg (para organizar los análisis), Bill Gates (para
coordinar las iniciativas de educación) y el ex CEO de Google, Eric Schmidt
(para recalibrar las comunicaciones y las funciones gubernamentales).
Al
parecer la oleada democrática que se ha hecho evidente en la calle aún no ha
llegado con suficiente fuerza a las cúpulas del poder político. Para Cuomo, la
reconstrucción y reimaginación del sistema debe amoldarse a las necesidades del
capital y a lo decidan una élite capitalista “progre”.
A
lo largo de una larga historia de gobiernos burgueses en Estados Unidos ha
habido periodos de reformas; a principios del siglo XX con gobiernos liberales,
un New Deal en los años treinta con Roosevelt y la llamada Gran Sociedad
con Johnson en los años sesenta. Parece que ahora de nuevo las clases
dominantes están construyendo un consenso para otra reforma cosmética del
sistema.
En
ese contexto se está pensando en reconstruir la vida urbana a fin de promover
no sólo formas más racionales –y ecológicas- de desarrollo económico, sino
también formas más adecuadas de organizar la vida cotidiana.
Además
de causar un daño directo incalculable a la calidad de la vida cotidiana el
coronavirus también ha revelado la enorme cantidad de podredumbre que hay bajo
el brillo superficial el consumismo ostentoso, el individualismo indulgente y
de las intervenciones arquitectónicas extravagantes.
Con
este espíritu, las reflexiones del Consejo Editorial del New York Times sobre
“Las ciudades que necesitamos” invita a hacer algunos comentarios. El tema
central es bastante simple. “Alguna vez las ciudades funcionaron. Pero, ahora
no funcionan. Tenemos que cambiarlas”.
Detrás
de esto hay una visión algo nostálgica de una época en la que «las ciudades
norteamericanas eran el motor del progreso económico de la nación, el
escaparate de su riqueza y cultura, el objeto de la fascinación y admiración
mundial».
Para
el NYT “en aquellos buenos tiempos las ciudades proporcionaban las claves para
liberar el potencial humano; pues tenían una infraestructura de escuelas y
colegios públicos, bibliotecas y parques, agua potable limpia y segura y buenos
sistemas de transporte público”, a pesar de que estaban “deformadas por el
racismo, desangradas por las ganancias de las élites y viciadas por la
contaminación y las enfermedades”, pero, por encima de todo esas ciudades
“ofrecían oportunidades”.
Según
el NYT ahora el virus ha descubierto que “nuestras áreas urbanas están
encadenadas por demarcaciones invisibles e impermeables de enclaves de riqueza
y privilegio de los bloques separados por terrenos baldíos y viejos edificios
donde los trabajos son escasos y la vida es muy dura y a menudo demasiado
corta”.
La
esperanza de vida en los suburbios más pobres es de sólo sesenta años, en
comparación con los noventa años de los barrios más ricos. Para aclarar
este punto, el NYT publicó mapas con las diferencias de esperanza de vida en
las ciudades de EEUU.
¿Todos
juntos ahora?
Es
indiscutible que las oportunidades de la vida dependen del código postal de
donde uno nace. La letanía de fracasos del sistema es demasiado larga y está
lejos de ser invisible como observa el New York Times.
Durante
el último medio siglo la infraestructura de las ciudades se ha deteriorado
considerablemente. Las escuelas públicas ya no preparan a los estudiantes.
Los trenes subterráneos no son confiables. El agua tiene plomo en proporción
alarmante. La falta de viviendas asequibles exige extensos y tediosos
viajes para los trabajadores de bajos salarios con un transporte público que
falla continuamente. Miles de personas sin hogar acampan en las calles, en los
autobuses y en el Metro. El mapa de las oportunidades educativas muestra
las diferencias de ingresos y de riqueza, lo que sirve para cristalizar y
profundizar las divisiones raciales y de clase.
La
conclusión del Consejo Editorial del NYT es que «los ricos necesitan mano de
obra y los pobres necesitan capital. Y la ciudad necesita de todos». Y
todos “deberíamos unirnos para crear una urbanización más satisfactoria y
equitativa”.
Esta
es una conclusión absurda porque lo que hace es confirmar la primacía de las
estructuras económicas que están en la raíz de la mayoría de los problemas de
la vida urbana contemporánea.
Sin
duda, los ricos necesitan mano de obra porque es la mano de obra la que los
hace ricos. Pero es el capital el que se ha llevado la riqueza producida por
los trabajadores.
También
es el capital el que ha reducido el trabajo a la precariedad, a producido los
desplazamientos tecnológicos, la desindustrialización y los demás males que
dejan a las ciudades con una población incapaz de sobrevivir sin recurrir a la
caridad de los bancos de alimentos y de los vales de comida. Es el capital es
que produce una población que no puede pagar el alquiler y mucho menos pagar
una hipoteca.
En
los 80, Ronald Reagan sentenció “el estado no es la solución a nuestros
problemas, el estado es el problema”. Bueno, yo pienso que hasta que no nos
demos cuenta de que “el capital no es la solución de nuestros problemas, porque
el capital es el problema” estaremos perdidos.
El
capital construye Hudson Yards y no viviendas asequibles para los que tratan de
sobrevivir con menos de 40.000 dólares al año. Mientras los capitalistas pueda
hacer esto, todo intento de reforma, por muy bienintencionado que sea, se verán
absorbidos por los ciclos de acumulación del capital en beneficio de unos
pocos.
El
capital seguirá funcionando independientemente de las inhumanas consecuencias
sociales y ecológicas que produce, dejando a una importante parte de población en situación de
atroz pobreza.
El
NYT en una exhortación llena de esperanza apuesta por unos seres angelicales y
desinteresados: “reducir la segregación requiere que los americanos ricos
compartan, pero no necesariamente que se sacrifiquen” dicen el Consejo
Editorial del periódico. Me pregunto ¿acaso el cielo prohíbe que los ricos
tengan que sacrificarse?
La
receta para los editorialistas es, “construir vecindarios más diversos, y
desconectar las instituciones públicas de la riqueza privada…. estas políticas
enriquecerá en última instancia la vida de todos los estadounidenses haciendo
que las ciudades en las que viven y trabajan sean de nuevo un modelo para todo
el mundo”.
Tengo
ochenta y cuatro años, y he escuchado este tipo de cosas demasiadas veces antes
para tomarlas en serio. En 1969, me mudé a un Baltimore segregado un año
después de que gran parte de la ciudad fuera quemada tras el asesinato de Martin
Luther King.
No
tardé mucho en agotarme de esa “sentida moralidad” – del tipo que el NYT
resucita- la “ética” de aquellos que ingenuamente creen que todo saldrá bien si
los ricos de buena voluntad reconocieran que nuestros destinos están
entrelazados, por qué todos estamos juntos en esta ciudad.
Escribí
un libro sobre toda esta experiencia, Social Justice and the City, en el que
traté como abordar a largo plazo del problema urbano del capitalismo. Y
aquí estamos, cincuenta años más tarde, y pareciera que estamos listos para
repetir una creencia ingenua que comete exactamente el mismo iluso error.
En
aquel entonces estaba muy claro que el mercado capitalista – que requiere de la
escasez para funcionar – era el principal culpable de este sórdido drama
humano. Pensar en esos términos ayudó a explicar por qué casi todas las
políticas concebidas para el alivio de la desigualdad urbana terminan siendo
crucificadas por una contradicción subyacente.
Si
nos dedicamos a la “renovación urbana” nos limitaremos solo a desplazar la
pobreza de los centros de lujo (Engels, ya por 1872 explicó que esta era la
única solución que la burguesía tenía para los problemas urbanos).
Ahora, si no aplicamos esta “solución” y nos quedamos de
brazos cruzados veremos cómo se produce una continua decadencia de las
ciudades.
“Disimular
el gueto” – como se llamó entonces – no ha funcionado en ninguna parte. Y la
dispersión de la población pobre tampoco ha funcionado. Este último enfoque
puede dispersar un poco el gueto, pero no reduce los niveles de pobreza ni
disminuye la discriminación racial.
La
frustración con tales resultados llevó a la conclusión política que los pobres
deben cargar con la culpa de su lamentable condición, y por eso viven
encerrados en distintas “culturas de la pobreza”. La única respuesta adecuada,
dijo Daniel Patrick Moynihan, es una “negligencia benigna”.
Esta
apreciación presagiaba el tropo neoliberal de la responsabilidad personal y del
espíritu emprendedor, una idea que culpa a las víctimas, y que la vez evade el
tipo de preguntas incómodas por los fracasos de los políticos reformistas.
Pocos especialistas examinaron las fuerzas que gobiernan el corazón del sistema
económico capitalista. (Moynihan resulta, por cierto, ser el mentor político y
modelo de Cuomo).
Turismo
emocional
En
esos días hay todo tipo de soluciones ideadas para enfrentar los graves
problemas urbanos… excepto las que combatan la economía de mercado. Sin
embargo, es la economía de mercado la que produce inevitablemente una espiral
de empobrecimiento como la ha revelado crudamente por la pandemia.
Si
el 40% de los 30 millones de personas – que ahora están desempleadas – ganaban
menos de 40.000 dólares al año, seguramente hay que reconocer la bancarrota del
capitalismo contemporáneo en cuanto a la satisfacción de las necesidades
humanas básicas.
La
política neoliberal de responsabilidad personal y formación de “capital humano”
que se desarrolló en la década de 1970 sólo ha demostrado ser una buena y
conveniente método de dominación de la clase capitalista. Esta estrategia le
permitió huir de los fracasos reformistas de la década de 1960, mientras que se
llenaban a manos llenas las faltriqueras.
Es
vital, por lo tanto, someter la base de nuestra sociedad a un examen riguroso y
crítico. Esta es una tarea inmediata. Pero permítanme decir primero lo que esta
tarea no implica.
A
principios de los años 70, llegue a la conclusión que no se trata de otra
investigación empírica de las condiciones sociales de nuestras ciudades. De
hecho, cartografiar la patente de inhumanidad del hombre en nuestra sociedad
puede resultar contraproducente. Lo digo en el sentido que esta actitud
permite al liberal o la progresista pretender que ellos están contribuyendo a
una solución cuando en realidad lo que están haciendo es salvar al capital.
Este tipo de empirismo es irrelevante, aunque pueda hacernos ganar un Premio
Nobel.
Ya
hay suficiente información disponible para proporcionar todas las pruebas que
necesitamos. Nuestra tarea no está en ese campo. Ni tampoco en lo que puede
llamarse “masturbación moral”, característico de montaje masoquista que
muestran los medios de comunicación sobre las injusticias diarias a las que se
somete la población urbana.
No
sirve de nada golpearnos el pecho y compadecernos antes de replegarnos a
nuestro espacio de confort. Esto también es contrarrevolucionario, ya que sólo
sirve para expiar la culpa sin obligarnos a enfrentar los problemas
fundamentales, y mucho menos a hacer algo al respecto.
Tampoco
es una solución el turismo emocional que nos lleva a trabajar “por los pobres
por un tiempo” con la esperanza de que podamos ayudarles a mejorar su
suerte (ofreciéndonos, por ejemplo de voluntarios en un comedor de beneficencia
o haciendo donaciones a un banco de alimentos, aunque esto puede ser útil a
corto plazo).
¿Y
qué pasa si ayudamos a una comunidad escolar a construir un lugar de recreo
durante un verano? Lamentablemente sólo descubriremos que la
escuela va seguir deteriorando en el próximo otoño. Estos son los caminos que
no llevan a ninguna parte. Simplemente sirven para desviarnos de la tarea
esencial que tenemos entre manos.
Un
nuevo marco
La
tarea inmediata es ni más ni menos que la construcción consciente de un nuevo
marco político que aborde la cuestión de la desigualdad, a través de una
crítica profunda y exhaustiva de nuestro sistema económico y social.
Necesitamos
movilizarnos colectivamente para formular conceptos, categorías, teorías y
argumentos, que podamos aplicar a la tarea de lograr una transformación social.
Estos
conceptos y categorías no pueden ser formulados con abstracción de la realidad
social. Deben ser forjados de manera realista con respecto a los eventos y
acciones que se desarrollan a nuestro alrededor.
Las
pruebas empíricas, los expedientes y las experiencias adquiridas en la
comunidad pueden y deben utilizarse. Y la ola de empatía política que está
creciendo en todos aquellos que han vivido la amenaza mortal de la pandemia
debe ser transformada en energía y organización revolucionaria. Esa ola no
llegará a nada si no se consolida.
Se
dice que el virus no discrimina. ¡Pues no es cierto! La mayoría de la
población tiene que lidiar con dos terribles opciones; por un lado el
desalojo de su vivienda y la inanición por el desempleo o, por el otro mantener
de los servicios básicos con riesgo para sus vidas en beneficio de la ciudad y
las redes de cuidado de los más ricos, y todo esto trabajando por un mísero
salario.
¿En
qué código postal residen esos trabajadores? ¿Qué proporción de ellos son gente
de color, inmigrantes latinos y latinas? ¿Poseen portátiles sus niños?
Hay
una angustiosa continuidad de miseria durante el último siglo y medio.
Seguramente es hora de romper con esta larga y bien conocida historia.
Necesitamos hacer una ruptura con el sistema, y trazar la creación de formas de
urbanización más democráticas y socialmente justas, animadas por una economía
política distinta y una estructura diferente de relaciones sociales.
Las
disparidades que propugnaron los levantamientos urbanos de la década de 1960
todavía están con nosotros. De hecho, son heridas más profundas que nunca. Unos
pocos meses más de encierro y es casi seguro que los levantamientos
volverán. Pero recuerden: “el capital no es la solución, es el problema”.
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