Por Ilka Oliva
Corado
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Siempre
vienen a mi mente cuando las flores de las diez comienzan a abrir sus pétalos
en las mañanas tibias del verano. Y con la brisa tenue de los días de sol y
canícula, aparecen las panadas de agua regando el patio empolvado de aquella
casita fue el nido que abrigó la inocencia de mi niñez. Y el olor a tierra
mojada llega hasta la ventana de mi habitación, aquí en esta tierra lejana
donde hoy planto ajos, semillas de tomates y acomodo las ramas de las parras de
hierbabuena que se expanden galantes como enredaderas entre las flores de
chiliguas, los tiestos y mi pequeña parcela en mi pueblo rentado.
Aparecen entre la bruma fina de los últimos minutos del rocío de
la alborada, cuando el calor comienza a despuntar para darle paso al medio día.
Las veo bajar por la calle principal de la aldea, con sus caites empolvados de
tanto caminar, con sus canastos en la cabeza llenos de hierbas, verduras y
flores. Con queso, crema y huevos de pato, chumpe y gallina. Son niñas y
adolescentes que se fajan el día entre cuidar a los animales,
moler el maíz en la piedra, echar las tortillas, lavar la ropa, cuidar las
siembras, estudiar (algunas) y bajar a Ciudad Peronia, la colonia vecina recién
creada a vender la cosecha.
La imagen aparece en una secuencia de tiempo, con la armonía de
sus pasos equilibrando sus cuerpos que cargan los enormes canastos que
blanquean de flores de izotes, güisquiles sazones espinudos y peruleros. Con
ramitas de pascuas, velo de novia, dalias y crisantemos. Medidas de nísperos,
limones frescos recién cortados y guayabas de carne roja, galanas.
Las lechugonas que se siembran en los terrenos que colindan con
la casona del segundo estanque, que parece una casa patronal de una fincona,
sobresale entre las otras de adobe. Con la tienda en el centro, el mostrador
grande lleno de bandejas de pan, dulces de rapadura con ajonjolí de a cuatro
por cinco bien puestos en hojas de tusas. Y el refrigerador a la entrada con
las aguas frías y bolsas de fresco de tamarindo y nance. Las bolsas de roscas y
alborotos, las espumillas en pequeños canastos de mimbre y las trenzas de
cabezas de ajo colgadas atrás de la puerta junto a una herradura de caballo y
un manojo de siete montes, para las malas vibras.
Como pequeñas tomas corre el agua entre los surcos de flores y
verduras, las zanahorias grandes y el culantro que esparce su aroma hasta la
aldea el Calvario y Sorsoyá. A las patojas las esperan siempre como agua de
mayo en Peronia, (una colonia que no tiene todavía su carácter y personalidad
bien formados, pero los tendrá con los años, debido a la diversidad del origen
de su población), es suficiente que caminen dos o tres cuadras para que vendan
el contenido de sus canastos. Luego bajan al mercado para comprar sal, azúcar,
canela, aceite, candelas, gas, pedazos de tela, las cosas que no pueden
producir en la aldea.
No ofrecen, no tocan las puertas de las casas, solo caminan en
medio de la calle con sus canastos, con sus espaldas erguidas y su yagual, sus
grandes delantales. Bien aseadas, sus cabellos recogidos en trenzas,
sus vestidos hechos por las mujeres de su familia, tímidas, hablan poco, lo
absolutamente necesario para la venta. Eso es suficiente para que se
alboroten las cuadras y salgan las vecinas a comprar lo que en un santiamén se
termina. Y se queda la gente con las ganas de verlas regresar con sus canastos
llenos de la belleza y esencia de la aldea que en mis años de infancia fue el
horizonte que dio libertad a mis alas de chicharra.
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