Pasado el primer golpe, se relajan las precauciones y aumentan las víctimas mortales.
Por Carolína Vásquez Araya - elquintopatio@gmail.com
La estupidez humana no parece tener límites. En
especial, cuando se apodera de quienes administran las instituciones de las
cuales depende la seguridad y la supervivencia de millones de seres humanos.
Nunca esta falencia se había manifestado de manera tan clara como ante la
presencia de una pandemia que casi ningún gobierno ha logrado controlar y a la
cual los pueblos menos favorecidos –como los nuestros- enfrentan con una carga
inmensa de engaños, ignorancia, escepticismo, miedo y rechazo. Pero no es un
cuadro exclusivo de los países subdesarrollados, está presente también en aquellas
naciones cuyos líderes se encuentran fuertemente atados a compromisos inmorales
con un sistema neoliberal deshumanizante y controlan una emergencia sanitaria
desde una perspectiva eminentemente empresarial.
Este virus vino a revelar de golpe la verdadera
dimensión de la miseria humana; pero también de la poderosa maquinaria desde
cuyos engranajes se manejan las redes de influencia planetaria, los acuerdos
secretos de grupos de inmenso poder económico, las presiones de complejos
corporativos de los cuales depende la vida humana y la integridad del entorno
natural. En fin, de todo ese conjunto de factores cuya presencia ubicua y, en
muchos casos anónima, condiciona hasta el más mínimo aspecto de nuestra
existencia. En estos meses, pero muy puntualmente en las últimas semanas, la
falsedad de un discurso político comprometido marca una ruta llena de peligros
para una población enfrentada sin herramientas a un enemigo invisible y
altamente letal.
Ha llegado la hora de la resaca y se empiezan a
ver los bordes deshilachados de un tejido institucional débil: falta de
infraestructura hospitalaria, carencia de recursos para el personal sanitario,
incapacidad para manejar las emergencias y un sistemático ocultamiento de las
cifras verdaderas con el absurdo objetivo de presentar una cara un poco más
decente ante la comunidad internacional. Sin embargo, ese afán de ocultamiento
terminará por estallar cuando las consecuencias de la falta de estrategias
sensatas y orientadas al servicio público sean tan abrumadoras que resulte
imposible ocultarlas.
A todo esto, y debido al caótico y poco eficiente
desempeño de las autoridades, se empieza a vislumbrar un relajamiento de las
medidas. En parte, por las presiones de los grupos corporativos cuya incidencia
en las políticas públicas es de larga data y cuyos intereses comerciales
empiezan a mostrar cierto desgaste, y en parte porque la falta de información
oportuna y veraz hacia la ciudadanía se traduce en un total desconcierto y,
consecuentemente, en una toma de decisiones poco afortunadas y de alto riesgo.
No acostumbrada a mantener una rutina de confinamiento durante un tiempo
prolongado, la gente se arriesga, sale de su encierro, retoma rutinas normales,
desquita su ansiedad en reuniones sociales irresponsables y, finalmente, termina
por ocasionar un aumento descontrolado del índice de contagios sin experimentar
culpa alguna por el impacto de sus acciones.
La inveterada costumbre -siempre presente en
nuestros ámbitos políticos- de otorgar posiciones de enorme responsabilidad a
personajes carentes de los conocimientos y la experiencia necesarias para
desempeñarlas, ha llevado a nuestros países a una situación cada vez más
vulnerable y al fracaso sistemático de los gobiernos de turno. Si esto, en
situaciones normales, ya es una tragedia para millones de ciudadanos en
situación de pobreza, en estos tiempos de pandemia será una catástrofe
humanitaria de proporciones inimaginables. Qué nos depara el destino, es algo
imposible de predecir.
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